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TLAHUIKAYOTL

domingo, 25 de octubre de 2009

Historia de las indias – Parte 3 -

Capítulo VII

En este tiempo, cesada la tormenta que sumió en los abismos a la flota, determinó el gobernador de poblar una villa en el Puerto de Plata, que está a la parte del Norte en esta isla, por buenos respectos54; y el uno, principal, fue por ser puerto donde podían venir, como vinieron, navíos, después, y volver a Castilla con menos dificultad que a este y deste puerto. Lo otro fue por estar en comedio de la isla, diez leguas de la gran Vega, donde había dos villas principales, la de Santiago, que está diez leguas, y la Concepción, diez y seis dél, y las mismas diez o doce leguas de las minas de Cibao, que fueron tenidas por las más ricas de toda esta tierra; y así, dieron mucho más oro y más fino que las de San Cristóbal y todas las otras. Otra razón y motivo tuvo, y ésta fue acompañar la isla de pueblo por aquella parte, donde había mucha multitud de indios. En aquel puerto no había más que un vecino de la villa de Santiago, que tenía una granja, que llamaban estancia, donde criaba puercos y gallinas y otras granjerías a más desto.

Así que, acordado de enviar a poblallo, envió ciertos vecinos en un navío por la mar, los cuales despachados, hízose a la vela el navío, y llegaron a la isla de la Saona, treinta leguas deste puerto, y que está una legua o poco más desta isla cuasi apegada; la gente de la cual, con toda la provincia de Higüey, que es en esta isla y a la isleta comarcana, era la alzada, que daban por buenas nuevas a los que veníamos, cuando llegamos, como arriba queda declarado. Llegado el navío a la isleta, salieron a tierra ocho hombres a pasearse y recrearse. Los indios, viendo venir el navío, estimando que era de los que allí habían estado poco antes y hecho la obra que luego se dirá, no tardaron en aparejarse, y así como los ocho salieron en tierra, puestos los indios en celada, dieron sobre ellos y matáronlos.

La justicia y derecho que para ello tuvieron es la siguiente, la cual hobe55 de personas de aquellos tiempos, y así la refiero con verdad, sin añidir; antes creo que, cuanto a la esencia del caso, quito mucho encarecimiento y ahorro muchas palabras. Entre la gente de aquella isleta de la Saona y los españoles que vivían en este puerto y villa de Santo Domingo había mucha comunicación y amistad, por lo cual enviaban los vecinos desta villa una carabela, cada y cuando que tenían necesidad y sin ella, y los indios de esta isleta se la cargaban principalmente de pan, porque era dello abundante. Entre otras, una vez, pocos días antes que con el comendador de Lares llegásemos, fue la carabela por el pan; el señor y cacique de la isleta con toda su gente recebieron a los españoles como tenían de costumbre, como si fueran ángeles o cada uno su padre y madre. Pusieron luego por obra de la cargar, con todo el regocijo y alegría que puede mucho pensarse; y porque, como entre los españoles seglares se acostumbra de no ir de una parte a otra sin llevar consigo su espada, de aquella manera no se mudaban los españoles sin llevar consigo un perro, y perros de los bravos, muy bien doctrinados a desgarrar y hacer pedazos a los indios, a los cuales temían los indios más que a los mismos diablos.

Andaban, pues, mucho número de indios acarreando cargas del pan cazabí, y echábanlo en la barca que a la carabela le llevaba; el señor y cacique de la isla traía una vara en la mano, andando de una parte a otra, dando priesa a sus indios, por haber placer a los cristianos. Estaba por allí un español que tenía el perro por la cadena, y como el perro vía al cacique con la vara y mucho menearse, echábase muchas veces a querer arremeter a él, como estaba en desgarrar indios tan bien amaestrado, y con dificultad el español lo podía refrenar. Y dijo a otro español: «Qué cosa sería si se lo echásemos?». Y dicha aquella palabra, él o el otro, revestidos del diablo, dijo al perro: «Tómalo», burlando, creyendo podello tener. Oído el perro «tómalo», arremete con tanta fuerza como si fuera un poderoso caballo desbocado, y lleva tras sí al español, arrastrándolo; y, no pudiéndolo tener, soltolo; y va tras el cacique, y dale un bocado de aquellos ijares, y creo, si no me he olvidado, que le asió de las tripas, y el cacique huyendo a una parte, y el perro con ellas en la boca y tirando hacia otra, las iba desliando.

Toman los indios su desventurado señor, que desde allí a poco expiró, y llévanlo a enterrar, con gritos que ponían en el cielo, lamentando. Los españoles tornan su buen perro y compañero y luego vanse a la carabela, y en ella viénense a este puerto, dejando hecho aquel buen recaudo. Sábelo a la hora o en breve la provincia de Higüey, en especial un señor llamado Cotubano o Cotubanamá, la penúltima sílaba del primer vocablo y la última del segundo luengas, el cual era el más cercano y también harto más que otros esforzado; pónense todos en armas, con propósito de cada y cuando que pudiesen, se vengar. Y porque antes no pudieron hasta que aquellos ocho que iban al Puerto de Plata vinieron, que creo que todos eran marineros o los más, su propósito y justicia no ejecutaron.

Estos eran los indios alzados y de guerra que nos daban por buenas nuevas los que acá estaban, cuando veníamos, porque terníamos dónde hacer esclavos. Agora puede cualquiera leyente que tenga algún juicio de razón, y mejor si teme a Dios, juzgar, no con mucha dificultad, si en matar a los ocho, aunque ellos por entonces no los ofendieron, tuvieron derecho, justicia y razón; y dije «por entonces no los ofendieron», porque quizá los habían ofendido antes otras veces, según que algunos dellos que yo conocí habían por allí andado. Y puesto que aquellos todos hayan sido, cuanto a este hecho, inocentes, no por eso injustamente los mataron, porque la nación que justa guerra tiene contra otra, no es obligada a andar discerniendo si aquél es inocente o aquél no, si no fuese que ser inocente alguno pareciese al primer aspecto o con poco discurso manifiesto, así como los niños ninguno dudará en que sean inocentes al primer aspecto y con poco discurso, como los labradores que andan ocupados en sus labranzas, y los que estuviesen apartados (como en una isla) de su propio señor que mueve la guerra injusta, como suponemos, de los cuales se puede presumir con poco discurso de consideración, que ni saben della o al menos no ayudan ni tienen en ella culpa.

Todo el contrario desto es en el presente caso, porque ningún español hobo en aquellos tiempos, de los que había en esta isla, que no fuesen de los indios ofensores y les hiciesen grandes e irreparables daños; y, por consiguiente, racionabilísimamente podrían presumir y juzgar, sin pecado, que cuantos viesen venir a su isleta eran nocentes y sus enemigos, y que les venían a hacer las obras que los otros, puesto que entonces de Castilla llegasen, y así también sin pecado matallos. Pero dejemos este derecho y justicia para delante el divino juicio, que se lo ha para sí reservado.

Capítulo VIII

Sabido este hecho que los vecinos indios de la Saona hicieron en aquellos ocho cristianos, luego el comendador de Lares determinó de envialles a hacer guerra, porque para se la mover poco achaque bastaba (según la costumbre que todos los españoles por entonces tenían), a más de haber recebido el agravio de habelles muerto tan inhumanamente a su señor; porque ya sabían todos los españoles desta isla que los indios habían de quedar lastimados y llenos de toda amargura y que se habían de alzar y matar los españoles que pudiesen. De manera que haberles hecho grandes injurias, insultos y daños irreparables, cada y cuando que agravios y robos y muertes les hacían, tenían por justa causa y jurídico título para les mover guerra. Y el título que luego publicaban era que se habían alzado; y su alzamiento, muchas y diversas veces, cierto era huirse a los montes y esconderse solamente dellos.

Apercibió, pues, los pueblos de los españoles que había en esta isla, que eran no más de cuatro villas: Santiago, la Concepción, el Bonao y ésta de Santo Domingo, mandando que de cada una saliese cierta gente, y de la gente que había venido de Castilla con él, los que se hallaren sanos; todos, con el ansia de hacer esclavos, fueron de muy buena voluntad. Apregonada ya la guerra a fuego y a sangre, juntarse hían trescientos o cuatrocientos, según yo creo. Nombró por capitán general a Juan de Esquivel, de quien dejimos en el capítulo precedente haber traído del Rey que56del oro que se sacase de las minas no se pagase más del quinto; y con la gente de cada villa de los españoles iba también su capitán. Acostumbrábase también llevar toda la gente de indios que estaban sujetos, con sus armas, en su ayuda, que no era poca la guerra que por miedo de los españoles y por contentarlos éstos a aquéllos, hacían57, y así se acostumbró después en todas estas Indias.

Llegados a la provincia de Higüey, que por común nombre llamamos a mucha de aquella tierra (y es la tierra más oriental desta isla y que primero vemos y topamos viniendo de Castilla), hallaron los indios aparejados para pelear y defender su tierra y sus pueblos, si así pudieran como querían. Pero como todas sus guerras eran como juegos de niños, teniendo las barrigas por escudos para recebir las saetas de las ballestas de los españoles y las pelotas de las escopetas, como peleasen desnudos en cueros, no con más armas de sus arcos y flechas sin hierba58, y con piedras donde las había, poco sostén podían tener contra los españoles, cuyas armas son hierro, y sus espadas cortan un indio por medio, y las fuerzas y corazones tienen de acero; pues de los caballeros no digo, que en una hora de tiempo alancea uno solo dos mil dellos. Finalmente, hacían cara un rato en los pueblos, y no pudiendo sufrir las ballestas y escopetas y también las espadas cuando se llegaban cerca, deshechos sus escuadroncillos y desjarretados y muertos muchos dellos, toda su guerra era huir a los montes y por las breñas esconderse. Los cuales, aunque desnudos en cueros vivos y sin armas ofensivas ni defensivas, hicieron algunos hechos señalados, y contaré uno: dos de caballo, personas señaladas en la jineta, que yo bien conocí, llamados Valdenebro y Pontevedra, vieron un indio en un buen y grande campo; dijo el uno al otro: «Déjamele ir a matar». Arremete con el caballo y alcánzalo. El indio, de que vido que lo alcanzaba, vuélvese a él; no sé si le tiró algún flechazo. El Valdenebro encuéntralo con la lanza y pásalo de parte a parte. El indio toma con las manos la lanza y métela más y vase por ella hasta tomar las riendas en la mano. Saca el espada el de caballo y métesela por el cuerpo. El indio quítale de las manos el espada, teniéndola en el cuerpo. Saca el puñal y méteselo en el cuerpo. El indio quítaselo de las manos: ya quedó el de caballo desarmado. Velo el otro de donde estaba; bate las piernas al caballo, encuéntralo con la lanza, y, tomada por el indio, hace lo mismo del espada y del puñal. Helos aquí ambos desarmados, y el indio con seis armas en el cuerpo, hasta que se apeó el uno y sácale el puñal con una coce que le dio, y luego cayó muerto el indio en el suelo. Esto acaesció en esta guerra y fue público y notorio.

Idos a los montes, luego era cierto irlos a montear en cuadrillas, donde hallándolos con sus mujeres e hijos, hacían crueles matanzas en hombres y mujeres, niños y viejos, sin piedad alguna, como si en un corral desbarrigaran y degollaran corderos. Tenían por regla los españoles, como arriba queda dicho, en las guerras que hacían a los indios, ser siempre, no como quiera, sino muy mucho y extrañamente crueles, porque jamás osen los indios dejar de sufrir la aspereza y amargura de la infelice vida que con ellos tienen, y que ni si son hombres conozcan o en algún momento de tiempo piensen; muchos de los que tomaban cortaban las manos ambas a cercén, o colgadas de un pellejo, decíanles: «Andá, llevá a vuestros señores esas cartas», conviene a saber, esas nuevas. Probaban en muchos las espadas, quién tenía mejor espada o mejor brazo, y cortaba el hombre por medio o le quitaba la cabeza de los hombros de un piquete, y sobre ello hacían apuestas. A los señores que prendían no escapaban del fuego. Creo que a la gran señora vieja, que arriba dijimos llamarse Higuamaná (la última sílaba luenga), presa la ahorcaron, si bien me acuerdo.

Traían una carabela por la mar, por allí cerca, para cuando fuese menester, en la cual pasaron a la isleta de la Saona; hicieron los indios un rato cara y luego dieron a huir como suelen, y aunque es todo monte espeso y hay algunas cuevas en las peñas, pero no se pudieron esconder. Juntaron presos sobre seiscientos o setecientos hombres y métenlos en una casa y allí los matan todos a cuchillo; y mandó el capitán general, que era, como dije, aquel caballero Juan de Esquivel, que sacasen todos aquellos muertos y los pusiesen alrededor de la plaza del pueblo, y que contasen cuántos eran, y halláronse los que dije; y así vengaron los ocho cristianos que antes, pocos días, los indios habían allí con tan justa causa muerto. Hicieron todos los que tomaban a vida esclavos, que es lo que principalmente los españoles aquí en esta isla y después en todas las Indias pretendieron; y a esto enderezaron siempre sus pensamientos, sus deseos, sus industrias, sus palabras y sus buenos hechos. Desta manera dejaron aquella isleta destruida y desierta, siendo el alholí59 del pan, por ser muy fértil.

Viéndose las gentes de aquel reino tan lastimadas, tan corridas, tan perseguidas y de remedio alguno tan desesperadas, y que ni en las entrañas de la tierra podían escaparse, comenzaron a enviar mensajeros los señores de los pueblos, diciendo que no querían guerra; que ellos los servirían; que más no los persiguiesen. Recibiéronlos de paz el capitán general y los capitanes, benignamente, afirmándoles que no se les haría más mal, y por eso que no hobiesen miedo de venir a morar a sus pueblos. Concertaron y pusieron con todos ellos que hiciesen allí, en cierta parte, una gran labranza de su pan para el rey, y que cumpliendo ellos esto, estarían seguros de que no vernían a esta ciudad de Santo Domingo a servir, como ellos temían y pedían, y de que de algún español mal ni daño recibiesen.

Entre otros que vinieron a visitar los cristianos y hacer reverencia al capitán general y capitanes, fue uno de los mayores señores y más valeroso, por ser muy esforzado entre ellos y aun que su persona daba noticia de quién era, por la gran persona que tenía y autoridad que representaba (como, si Dios quisiere, se dirá más largo, cuando hablaremos otra vez dél). Éste fue Cotubanamá o Cotubano, según ya dejimos, que frontero de la dicha isleta Saona tenía su estado y tierra. A éste, como a señor principal y señalado, el capitán general dio su nombre, trocándolo por el suyo, diciendo que se llamase desde adelante Juan de Esquivel, y que él se llamaría Cotubano, como él. Este trueque de nombres en la lengua común desta isla se llamaba ser yo y fulano, que trocamos los nombres, guatiaos, y así se llamaba el uno al otro guatiao. Teníase por gran parentesco y como liga de perpetua amistad y confederación, y así el capitán general y aquel señor quedaron guatiaos, como perpetuos amigos y hermanos en armas, y así los indios llamaban al capitán, Cotubano, y al señor, Juan de Esquivel. Hizo edificar una fortaleza de madera en cierto pueblo de indios, algo cerca de la mar, metido en la tierra, donde le pareció convenir, y dejó allí nueve hombres con un capitán llamado Martín de Villamán; y despedida la gente de los españoles, cada uno se tornó a la villa de donde había venido con la parte que le venía de los esclavos.

En tanto que la guerra se hacía, el gobernador mandó que esta villa de Santo Domingo, que estaba en la otra parte del río, se pasase a ésta, donde agora está. Tuvo sola esta consideración, conviene a saber: porque todos los pueblos que había de españoles en toda esta isla, estaban y hoy están desta parte acá, y porque los que viniesen de la tierra dentro a negociar y tratar con el gobernador y con los vecinos desta ciudad y con las naos, no tuviesen impedimento, por estar en medio el río, esperando a pasar ellos y sus caballos en la barca o barcas que había de haber, porque aun entonces no las había, porque no pasaban de una parte a otra sino en canoas, barquillos de los indios. Pero en la verdad, para la sanidad, mejor la asentó el Almirante donde estaba de la otra parte o banda, por estar al oriente del río, y en saliendo el sol llevaba delante de sí los vapores, nieblas y humedades, aventándolas del pueblo, y agora todas las echa sobre él. Ítem, de la otra banda está una fuente de buena agua, que aquí no hay sino de pozos, muy gruesa, y no todos los vecinos pueden enviar por ella; y que puedan, todavía es con trabajo y dificultad, habiendo de esperar la barca a la ida y a la venida o de tener cada uno canoa o barco propio, lo cual modo causa trabajo y tardanza y aun peligro cuando el río viene avenido o hay tormenta en la mar. Por todas estas razones, la ciudad estaba más saludablemente a la otra parte. Pasados acá todos los vecinos, hicieron sus casas de madera y de paja, pero desde algunos meses comenzaron, cada uno según podía, a edificarlas de piedra y cal. Tiene la comarca desta ciudad los mejores materiales para edificios que se pueden hallar en alguna parte, así de cantería como de piedra para cal, y la tierra para tapias, y para ladrillo y teja, barrizales. De los primeros que edificaron fue el mismo comendador de Lares, que hizo sus casas honestas sobre el río, en la calle de la Fortaleza, y también hizo en la otra acera, que después dejó a su orden y al hospital que hizo de San Nicolás. El piloto Roldán edificó una renglera de casas, para su morada y para alquilar, en las Cuatro Calles. Luego, un Hierónimo Grimaldo, mercader, y otro llamado Briones y otros, y cada día fueran creciendo los edificios, cuanto cuasi cada año, aunque con alguna interpolación; algunas veces venían de aquellas tempestades que acaecía derrocar todas las casas de la ciudad, sin dejar alguna enhiesta, si no eran las pocas que de piedra eran edificadas. Después las guerras de Francia y aun también el demasiado número de negros esclavos, han causado que de muro bueno se cercase o comenzase a cercar. De los monesterios, primero se edificó el de San Francisco, después el de Santo Domingo y muchos años pasados el de la Merced. La fortaleza también se comenzó luego a edificar y no cesó la obra hasta que fue acabada. Dio el alcaidía della el comendador de Lares a un sobrino suyo, llamado Diego López de Saucedo, persona muy cuerda y de autoridad y muy honrada. Fundó también un hospital de San Nicolás, y dotolo de buena renta para recibir y curar en él ciento número de pobres, a creo que todos los que en él se pudiesen curar. Y porque ya en este tiempo éramos el año de 1503, y los Reyes Católicos, vacando la comendadoría mayor de Alcántara, le hicieron merced della en este año, de aquí adelante le nombraremos Comendador Mayor.

[...]

Capítulo XI

Como el Comendador Mayor vido, cuando luego vino, que acababa la harinilla y bizcocho, que la gente mucha que trujo comenzó a hambrear y parte dellos a morir y muchos más a enfermar, y que por la instrucción que traía y mando de los Reyes, los indios eran libres (y sin ella lo debía él de adevinar), y que no tenía poder de los Reyes para los obligar (ni aun de Dios nunca le tuvo, ni los Reyes para se lo dar), estábanse los indios en sus pueblos, pacíficos, haciendo sus labranzas y curando de sus mujeres e hijos, sin ofensa de nadie, y sirviendo y obedeciendo a sus señores naturales y a los españoles que tenían a las hijas de sus señores o las mismas señoras por criadas y como mujeres, y ellos pensaban que eran con ellas casados. Puesto que déstos no les faltaban hartas vejaciones y angustias, que, como gente humilísima y pacientísima, con ellas pasaban y las toleraban, sola la provincia de Higüey, como arriba dije, estaba alzada, y también signifiqué la causa. Así que, viendo el Comendador Mayor en aquel tiempo aquellas dificultades, y que había traído más gente de la que podía remediar (y ésta fue siempre una de las principales causas que han asolado estas Indias, como parecerá: dejar venir a ellas gente demasiada de España), escribió a los Reyes cierta carta, harto más alargándose que la prudencia que tenía y aun la conciencia recta y no errónea le debiera dictar; y miedo tengo si quizá le dictaban, puesto que todavía, siguiendo el juicio de menor peligro, creo que más lo hizo errando y lleno de mucha ceguedad, de la cual pocos se han en Castilla escapado. Y digo que escribió él, no porque yo lo viese ni los Reyes lo declaran más de que fueron informados, sino porque no había entonces acá persona o personas a quien los Reyes diesen crédito para hacer mudanza de cosa de tan gran importancia, sino a él.

Escribió, pues, o fueron los Reyes informados dél o de otros, lo primero, que a causa de la libertad que a los indios se había dado, huían y se apartaban de la conversación y comunicación de los cristianos; por manera que, aun queriéndoles pagar sus jornales, no querían trabajar y que andaban vagabundos y que menos los podían haber para los doctrinar y traer a que se convirtiesen a nuestra santa fe católica, etc.

Es aquí agora de notar, antes que pasemos adelante, que la libertad que se les dio, fue la que está contada con verdad, porque ni supieron, ni a su noticia jamás llegó, que los Reyes les mandasen libertar. Y así, no huían ni se apartaban de los españoles más que de antes por la libertad que se les hobiese dado, sino siempre huían dellos por sus infinitas e implacables vejaciones, furiosas y rigurosas opresiones, condición feroz, brava y a todos los indios espantable, como huyen y se apartan y alebrastan60 los pollitos y pajaritos chequitos cuando ven o sienten el milano. Ésta fue y es siempre y será la causa de huir los indios de los españoles y meterse en las entrañas de la tierra y sus soterraños, y no la libertad, que jamás nunca se les dio, ni la tuvieron después que conocieron cristianos. Y ésta es la pura y verdadera realidad de la verdad, y lo que a los Reyes se escribió fue falsísima maldad y perniciosa falsedad, y por tanto, con justísima causa, no sólo parecer ante ellos para con sus trabajos servirles y recebir dellos jornal, pero si para hacelles fiestas y mil regalos los llamasen y rogasen, antes escogerían padecer cualesquiera penas y trabajos, y aun tanto tiempo tratar con tigres, que conversarlos.

Ítem, ¿qué ley les mostraron que fuese conforme a la razón natural, por la cual hobiesen sido convencidos y se conociesen obligados a dejar sus casas, sus mujeres y hijos y venir cincuenta y cien leguas a trabajar en lo que los españoles les mandasen, aunque les quisiesen pagar su jornal? ¿Por ventura fueron justas las guerras que les hizo el Almirante y su hermano el Adelantado? ¿El enviar los navíos a Castilla llenos de esclavos? ¿Prender y enviar en hierros a los dos mayores reyes desta isla, Caonabó, rey de la Maguana, y Guarionex, de la Vega Real, y ahogarse en las naos? ¿O los insultos y tiranías que hicieron en gran parte desta isla Francisco Roldán y sus secuaces? Creo que no habrá hombre sabio ni cristiano que ose afirmar que obra de las dichas a venir a trabajar en las obras y haciendas de los españoles por su jornal, y mucho menos, la ley natural y divina los obligase.

La misma falsedad contiene decir que no los podían haber para los doctrinar y traer a que se convirtiesen a nuestra santa fe católica, porque yo digo verdad y lo juro con verdad, que no hobo en aquellos tiempos ni en otros muchos años después, más cuidado y memoria de los doctrinar y traer a nuestra fe ni que fuesen cristianos, que si fueran yeguas o caballos o algunas bestias otras del campo. Dijeron más, que de allí resultaba que los españoles no hallaban quien trabajase en sus granjerías y les ayudasen a sacar el oro que había en esta isla, etc. Pudieran responder los indios que si habían ellos de llorar aquellos duelos; que si granjerías querían, que las trabajasen, y si ser ricos de oro deseaban, que echasen mano a las herramientas y lo cavasen y sacasen, y no quisiesen ellos ser los vagabundos y ociosos y haraganes, lo que los indios no eran, pues no comían sino del sudor de sus manos, y complían muy mejor que ellos el segundo precepto que Dios puso a los hombres, y así caían en la culpa de que a los indios acusaban; y mayormente eran menos obligados a sacar el oro, que con intolerables trabajos y con muerte de la gente se sacaba, como los españoles querían que los indios lo sacasen. Y también aquí engañaron a los Reyes, diciendo que no les querían ayudar a sacar el oro, como si ellos pusieran en algo la mano, más de moler a palos y a azotes a los desventurados indios, porque no se daban priesa y les sacaban tanto cuanto su cudicia insaciable los instigaba.

Y puesto que por razón de para que se les predicara la fe (si tal intento y propósito acá se tuviera, aunque los Reyes sin duda la tenían, y de hecho se les predicara y no los hobieran diminuido con las crueles guerras, y hechos daños tantos y tan irreparables) debieran de contribuir con algo para ayuda a los gastos que los Reyes hacían acá para que los españoles (no todos, sino cierto número que bastara) se sustentaran, no había de ser esta contribución quitándoles su libertad, privando los señores naturales de sus señoríos, desbaratándoles y desordenándoles toda su orden, sus pueblos y manera de regirse y de vivir, entregándolos a los españoles para que dellos se sirviesen absolutamente en sus minas y granjerías, y estos todos en universal: hombres y mujeres, mozos, niños y viejos, preñadas y paridas, como si fueran hatajos de vacas o de ovejas o de otros animales.

Lo que en el caso propuesto arriba fueran obligados a contribuir había de ser cosa muy moderada y que sin grandes angustias y peligros o daños de sus personas y casas y repúblicas les fuera posible, porque ellos no se diminuyeran y les fuera onerosa y odiosa la fe. Pero porque la entrada de los españoles en esta isla fue tan violenta y sangrienta y con tantos estragos, muertes y perdición de tantas gentes y con tan manifiestas injusticias, daños y agravios, que nunca tuvieron reparación, y con tan graves activos escándalos de la fe, que fue el fin o causa final de poder venir los españoles a morar a estas tierras, nunca y en ningún tiempo de todos los pasados y hoy si fueran vivos, fueron ni fueran obligados a dar, ni contribuir con un maravedí. Y desto tengo por cierto que cualquiera persona, que alguna inteligencia mediana tuviere de las reglas de la razón y ley natural y de la ley divina positiva y aun de las leyes humanas, bien y como deben ser entendidas, no dudará, sino que lo afirmará y firmará.

Quise poner aquí, a vueltas desta historia, estas razones, porque son principios y fundamentos deste negocio, por ignorancia de los cuales se han destruido todas estas Indias.

Capítulo XII

Agora será bien que declaremos, recibida la letra e información susodicha y falsa que el Comendador Mayor hizo a los Reyes, o quienquiera que haya sido el informador, qué fue lo que la Reina sobre ella proveyó. ¡Oh, reyes, y cuán fáciles sois de engañar, debajo y con título de buenas obras y de buena razón, y cómo debríades de estar más recatados y advertidos de lo que estáis, y tan poco dejaros creer de los ministros a quien los negocios arduos y gobernaciones confiáis, como de los demás! Porque como vuestros reales oídos sean simples y claros, de vuestra propia y real naturaleza ser todos los otros hombres estimáis, no temiendo que alguno os pueda decir, como no la diríades, otra cosa sino verdad. Y por esto ningún género de hombres hay que menos la oiga que vuestra excelencia real. Desto se halla escrito en la Escritura Sagrada, en el fin del libro de Ester, y trataron también dello los sabios.

Respondió, pues, la reina Doña Isabel, persuadida de las razones fingidas ya dichas, teniéndolas por verdades, que por cuanto ella deseaba (y pudiera decir que era obligada, y en ello no le iba menos que el alma) que los indios se convertiesen a nuestra santa fe católica y fuesen doctrinados en las cosas della, y que porque aquesto se podría mejor hacer comunicando los indios con los españoles y tratando con ellos y ayudando los unos a los otros, para que la isla se labrase y poblase y aumentasen los frutos della y se cogiese el oro para que los reinos de Castilla y los vecinos dellos fuesen aprovechados, por tanto, que mandaba dar aquella su carta en la dicha razón. Por la cual mandaba al Comendador Mayor, su gobernador, que del día que viese aquella carta en adelante, compeliese y apremiase a los indios que tratasen y conversasen con los españoles y trabajasen en sus edificios, en coger y sacar oro y otros metales y en hacer granjerías y mantenimientos para los cristianos, vecinos y moradores de la isla, y que le hiciese pagar a cada uno, el día que trabajase, el jornal y mantenimiento que según la calidad de la tierra y de la persona y del oficio, le pareciese que debía haber, mandando a cada cacique que tuviese cargo de cierto número de los indios, para que los hiciese ir a trabajar donde fuese menester, y para que las fiestas y días que pareciese se juntasen a oír y ser doctrinados en las cosas de la fe, en los lugares deputados, y para que el cacique acudiese con el número de indios que le señalase a la persona o personas que él nombrase, para que trabajasen en lo que las tales personas le mandasen, pagándoles el jornal que por él fuese tasado, lo cual hiciesen y cumpliesen como personas libres, como lo eran, y no como siervos. Y que hiciese que fuesen bien tratados, y los que dellos fuesen cristianos, mejor que los otros. Y que no consintiese ni diese lugar que ninguna persona les hiciese mal ni daño, ni otro desaguisado alguno, y que los unos y los otros no hiciesen ende al, etc. Todas estas palabras son formales de la reina doña Isabel, de felice memoria, en su carta patente, que abajo a la letra se porná, en todas las cuales, cierto, parece la intinción que al bien y conversión destas gentes tenía y tuvo hasta la muerte, como pareció en su testamento, cuya cláusula tocante a esto abajo se porná, y que si alguna cosa proveyó disconveniente al bien dellas, fue por falsas informaciones y también por la ignorancia y error de los del Consejo que tuvo, los cuales debieran considerar muchas cosas tocantes al derecho, pues lo profesaban y les daba de comer por letrados y no por gentileshombres o por caballeros. Y después hartos años, conversé e informé a algunos de los del Consejo que firmaron esta carta patente de la Reina y favorecieron en el contrario de lo que habían firmado a los indios, entendiendo más el derecho y alcanzando noticia del hecho.

Ocho cosas, pues, parece pretender la Reina en esta patente, según se colige della. La primera, que el fin principal que era obligada a pretender pretendía, y éste mandaba que el gobernador pretendiese, conviene a saber, la conversión y cristiandad destas gentes, para lo cual dijo primero: «Y porque Nos deseamos que los dichos indios se conviertan a nuestra santa fe católica, y que sean doctrinados, etc.», y luego añide: «y porque esto se podrá mejor hacer comunicando los indios con los cristianos, etc.», por manera, que todo lo que más ordenaba y mandaba que se hiciese habían de ser medios convenientes y proporcionados para conseguir el dicho fin, y esto es regla natural y del mismo derecho divino.

Y en esta primera parte, donde dispuso que los indios comunicasen con los cristianos, presupuso la santa Reina y los de su Consejo que los que acá pasaban eran cristianos, pero no lo fueron, porque si lo fueran, muy bien, cierto, lo había proveído Su Alteza; porque gran medio y harto propincuo es, según los santos, cuando viesen los gentiles e infieles las obras cristianas de los cristianos, para que por ellas conociendo la limpieza, rectitud, blandura, suavidad y santidad de la ley cristiana, se volviesen luego a glorificar al dador della, Jesucristo, y por consiguiente, no tardarían en convertirse. Así lo testifica Él mismo por San Mateo, en el capítulo quinto. Pero como nuestros españoles a estas gentes tantas injusticias y daños irreparables hiciesen y con tan malas y viciosas obras y tan contrarias a la ley de Cristo viviesen, es verdad, cierto, que uno de los principales humanos medios que después de la santa doctrina necesariamente para la conversión y recibimiento de la católica fe destas gentes se requiere, era y es que nunca uno ni ninguno de nosotros conociesen, conversasen ni viesen. Y esto bien claro y patente lo mostrará nuestra historia, si el mismo Cristo, por cuya gloria todo esto se dice y escribe, tiempo para la acabar nos concediere. Así que la cristianísima Reina se engañó y los de su Consejo, creyendo que la conversación de los indios con los españoles para su conversión era cosa conveniente.

Lo segundo que pretendió la Reina fue que se mandase a cada señor y cacique que señalase cierto número de gente para que fuesen a alquilarse y ganar jornal, entendiendo en las haciendas y granjerías de los españoles. Manifiesto es que la Reina entendió que aqueste número no habían de ser todos cuantos vecinos había en un pueblo y pueblos, sino algunos, y aquéllos los que pudiesen trabajar y tuviesen oficio dello; y así, no viejos, ni niños, ni mujeres, ni los señores y principales que eran entre ellos, y que unos fuesen un tiempo y otros en otro, y, aquéllos venidos, fuesen otros. Y que esto pretendiese la reina, y el Comendador Mayor lo debiese entender así, es claro, porque si el contrario mandara fuera mandamiento injusto y contra ley natural, y, por consiguiente, obligado era él por la misma ley a no cumplillo.

Lo tercero, que había de tenerse respeto a las necesidades de los mismos indios y de sus mujeres y hijos y de sus casas y hacendejas, de que habían de mantenerse y vivir. Ítem, que aquéllos habían de ir a alquilarse cerca de donde pudiesen irse a las noches a sus casas con sus mujeres e hijos, como lo hacen los que se alquilan para trabajar en Castilla, y ninguno es compelido que vaya a trabajar de una ciudad a otra; y, ya que a más se alongasen, al menos que no pasase la ausencia de sus casas de sábado a sábado, aunque esto contenía no poca injusticia.

Lo cuarto, que aquéllos alquilarse había de ser no siempre, sino en algún tiempo, como parece por aquella palabra de la Reina: «Y fagáis pagar a cada uno el día que trabajare, etc.» y esto había de ser dulcemente inducidos, para que lo hiciesen con alegría y voluntad, para que les fuesen menos duros los trabajos. Y aunque la Reina decía «los compeláis», porque fue dicho por la falsedad y testimonio que levantaron a los indios, y le escribieron que andaban ociosos y vagabundos, siendo, como queda dicho, gran maldad.

Lo quinto, que los trabajos habían de ser moderados y que ellos lo pudiesen sufrir, y los días de trabajo, y no los domingos y fiestas; porque aunque la Reina mandase que se alquilasen para ir a trabajar, su intinción no era, ni debía, ni podía ser, que si los trabajos eran tales y tan grandes que les eran perniciosos y perecían con ellos, les forzasen a trabajarlos.

Lo sexto, que el jornal que se les había de pagar fuese conveniente y conforme a los trabajos, para que de sus sudores y fatigas reportasen algún galardón, para que se consolasen y proveyesen a sí y a sus mujeres y hijos y casas, recompensando con el jornal lo que perdían por absentarse de sus casas y dejar de hacer sus haciendas y labranzas, de donde habían a sí y a los suyos de mantener.

Lo sétimo, que los indios eran libres, y que aquello hiciesen como personas libres que eran y no como siervos que no eran, y que fuesen bien tratados y no consintiese que les fuese hecho agravio alguno. Y debajo de esta libertad es claro que se entendía que se alquilasen como lo suelen hacer las personas libres en nuestra Castilla, que tienen libertad para primero proveer y acudir a las necesidades de sus casas y haciendas, y por irse a alquilar no desmamparan sus mujeres, si las tienen malas, y otros muchos inconvenientes, como cuando están cansados, descansar, y cuando enfermos, curarse. Porque de otra manera, ¿qué les prestaría su libertad, si teniendo los dichos y otros impedimentos a alquilarse los forzasen, que aun a los esclavos no se puede sin gravísimo pecado tal compulsión hacer?

Lo octavo que se colige y debe colegirse y entenderse que la Reina pretendía por la dicha su carta patente es que aquella orden y manera que mandaba que se pusiese (la cual sólo estribaba en la falsa relación que se le había hecho), era imposible a los indios, y tan perniciosa, que no podía estar ni sufrirse sin destruición y total acabamiento dellos, que por dar oro a los españoles no le había el Comendador Mayor de sustentar, ni consentir que un solo día en tal opresión y cativerio estuviesen, porque no era tal su intinción, y aunque lo fuera y mandara, él en aquello no la había de obedecer ni mandar cumplir; cuanto más que es manifiesto que si la Reina supiera la calidad de la tierra y la fragilidad y pobreza y mansedumbre y bondad de los indios y la gravedad y dureza de los trabajos y la dificultad con que se sacaba el oro y la vida amarga, triste y desesperada que les sucedió, por lo cual muriendo vivían, y finalmente, la imposibilidad de vivir y de no perecer todos como perecieron, sin fe y sin sacramentos, nunca tal le mandara ni cometiera, porque ni tenía poder para se lo cometer y mandar; y que si alcanzara a saber que la dicha manera que había puesto el Comendador Mayor era a los indios tan perniciosa, ¿quién podrá dudar que no la abominara y detestara? Mas por la infelicidad de los indios, despachada esta carta en fin del año de 503, porque fue a 20 de diciembre, luego desde a pocos meses murió, y así quedaron de todo auxilio y remedio humano desmamparados, como parecerá.

Capítulo XIII

Dicha la sustancia de la carta de la reina doña Isabel, dirigida al Comendador Mayor, sobre la orden que había de tener, si orden fuera, en hacer a los indios trabajar, fundada sobre la falsa información que se le había escrito, y declaradas las ocho partes que la carta contenía y que la Reina pretendía que se pusiesen en ejecución, será bien consiguientemente dar noticia cómo el dicho Comendador Mayor entendió la carta, o al menos, si no la entendió, cómo la ejecutó.

Cuanto, pues, a lo primero y principal que la Reina pretendía y era obligada pretender por fin, conviene a saber: la instrucción, doctrina y conversión de los indios, ya dije arriba y torno a decir y afirmar con verdad, que por todo el tiempo que el Comendador Mayor esta isla gobernó, que fueron cerca de nueve años, no se tuvo más cuidado de la doctrina y salvación dellos, ni se puso más por obra, ni hobo más memoria ni cuenta della ni con ella que si los indios fueran palos o piedras o gatos o perros, y esto no sólo por el mismo gobernador y a los que dio los indios que les sirviesen, pero ni por los religiosos de San Francisco que con él vinieron, que eran buenas personas, los cuales cerca dello ninguna cosa hicieron ni pretendieron, sino vivir en su casa (la desta ciudad y otra que hicieron en la Vega) religiosamente. Sólo esto vi que hicieron, conviene a saber: que pedieron licencia para tener en sus casas algunos muchachos, hijos de algunos caciques, pero pocos, dos o tres o cuatro, y así, a los cuales enseñaron a leer y escrebir, pero no sé qué más con ellos de la doctrina cristiana y buenas costumbres aprendieran, más de dalles muy buen ejemplo, porque eran buenos y vivían bien.

Cuanto a lo segundo, que fue que señalase cierto número de gente a cada cacique, etc., deshizo los grandes y muchos pueblos que había en esta isla, y da a cada español de los que él quiso, a uno cincuenta y a otro ciento, y a otro más y a otro menos, según la gracia que cada uno alcanzaba con él. Y en este número entraban niños y viejos, mujeres preñadas y paridas, hombres principales y plebeyos y los mismos señores y reyes naturales de sus pueblos y de la tierra. Este repartir entre los españoles los indios, vecinos y moradores de los pueblos, llamó y llamaron el repartimiento. Dio también al rey su repartimiento en cada villa, como a un vecino que hacía sus labranzas y granjerías y cogía oro para el rey. Y porque de cada pueblo de indios se hacían muchos repartimientos, dando a cada español cierto número, como es dicho, dellos, con el uno dellos asignaba que fuese el señor o cacique, y éste daba al español a quien él más honrar y aprovechar quería; a los cuales daba una cédula de su repartimiento, que rezaba desta manera: «A vos, Fulano, se os encomiendan en el cacique Fulano cincuenta o cien indios, para que os sirváis dellos en vuestras granjerías y minas, y enseñaldes las cosas de nuestra santa fe católica». Ítem, decía otra: «A vos, Fulano, se os encomiendan en el cacique Fulano cincuenta o cien indios, con la persona del cacique, para que os sirváis dellos en vuestras granjerías y minas, y enseñaldes las cosas de nuestra santa fe católica», y así todos cuantos había en el pueblo; por manera que a todos, chicos y grandes, niños y viejos, hombres y mujeres, preñadas y paridas, señores y vasallos, principales y plebeyos, condenaba absolutamente a servidumbre, donde al cabo, como se verá, morían. Y ésta fue la libertad que de su repartimiento consiguieron.

Cuanto a lo tercero, que debiera tener respeto a las grandes necesidades de las mujeres y hijos y a que se ayuntaran cada noche o al menos cada sábado, aunque esto era injusto, como dijimos, consintió que llevasen los españoles a los maridos a sacar oro diez, y veinte, y cuarenta y ochenta leguas, cierto, y las mujeres quedaban en las estancias o granjas, trabajando en las labores de la tierra, cavando, no con azadas, ni arando con bueyes, sino con unos palos tostados rompiendo la tierra y sudando, en trabajos que no son iguales, con mucho, a los mayores que los cavadores trabajan en Castilla. Estos eran hacer unos montones para el pan que se come; y esto es alzar de la tierra que cavan cuatro palmos en alto y doce pies en cuadro, y déstos hacer diez y doce mil juntos, que gigantes se molerían, y otros oficios y trabajos no menores o poco menos que éstos, cualesquiera que vían los españoles serles más provechosos para sacar dineros. Por manera que no se juntaba el marido con la mujer, ni se vían en ocho ni en diez meses, ni en un año; y cuando al cabo deste tiempo se venían a juntar, venían de las hambres y trabajos tan cansados y tan deshechos, tan molidos y tan sin fuerzas, y ellas que no estaban eso menos, que poco cuidado habían de comunicarse maridalmente.

Desta manera cesó en ellos la generación. Las criaturas nacidas, chequitas perecían, porque las madres, con el trabajo y hambre, no tenían leche en las tetas; por cuya causa murieron en la isla de Cuba, estando yo presente, siete mil niños en obra de tres meses. Algunas madres ahogaban de desesperadas las criaturas; otras, sintiéndose preñadas, tomaban hierbas para malparir, con que las echaban muertas. Por manera que los maridos morían en las minas y las mujeres en las granjas, con los trabajos dellas, y las criaturas nacidas por se les secar la leche, y cesando la generación para las por nacer, de necesidad habían, como perecieron, todos en breve de perecer, y así se despobló esta tan grande y poderosa y fertilísima, aunque desdichada isla. Y es aquí de considerar que si en todo el mundo las dichas causas hobieran concurrido, no haberse todo evacuado de todo linaje humano en tan breves días fuera maravilla.

Cuanto a la cuarta, que había de ser el alquilarse algún tiempo y no siempre, e inducidos con dulzura y piedad, etc., diolos el Comendador para que continuamente trabajasen sin darles descanso alguno, como parece por la cédula del repartimiento; y si alguna limitación después puso, de que yo, cierto, no me acuerdo, al menos esto es cierto: que se les daba poco resuello, y que muchos y los más servían y trabajaban en aquel tiempo continuamente; y sobre los trabajos incomportables, permitió ponellos y mandallos unos verdugos españoles crueles, y a los que andaban en las minas, unos llamados mineros, y a los que andaban y trabajaban en las granjas o estancias, estancieros. Estos tratábanlos con tanto rigor y austeridad y por modo tan inhumano, que no parecía sino que eran los ministros del infierno, que de día ni de noche no dan de holganza un momento. Dábanles de palos o varazos, de bofetadas, de azotes, de puntilladas, nunca oyendo dellos otra más dulce palabra que «perros». Y porque por las continuas impiedades y aspereza de los malos tratamientos de los estancieros y mineros y por los trabajos continuos, no tolerables, que sin resollar sufrían, y con tener por cierto que nunca dellos habían de salir, sino en ellos de morir, como vían que sus vecinos y compañeros morían, que es lo que a los dañados en el infierno hace desesperar, íbanse huyendo por los montes a esconder, criaron ciertos alguaciles de campo, que los iban a montear y a traellos.

Y en las villas y lugares de los españoles señaló y creó el Comendador Mayor un vecino, el más honrado y caballero del pueblo, al cual puso nombre visitador, y a quien por sólo el oficio, como por salario, sin el repartimiento que le había cabido de indios, le daba otros cien indios, que como los otros le sirviesen. Éstos eran los verdugos mayores ordinarios, y así, como más honrados en el pueblo, tanto más que los otros eran crueles. Ante éstos presentaban los alguaciles del campo a los desventurados indios huidos que de los montes traían; iba el acusador luego allí, y éste era el que los tenía en repartimientos y les había dado por piadoso maestro, y acusábalos diciendo que aquel indio o indios era o eran unos perros que no le querían servir, y que cada día se le iban de puro bellacos haraganes; que los castigasen bien. Luego el visitador los hacía amarrar a un poste, y él mismo, por sus propias manos, como el más honrado, tomaba un rebenque61 de marineros alquitranado, que llaman en las galeras anguila, el cual es como una verga de hierro, y dábale manos de azotes y tan crueles al cuerpo desnudo, flaco, en los huesos, hambriento, hasta que por muchas partes le reventaba la sangre, y lo dejaba por muerto, con protestación y amenazas que si otra vez se huía, que había de hacer y acontecer. Nuestros ojos vieron algunas veces muchas y grandes inhumanidades déstas, y Dios es testigo que tantas fueron las que cometían y cometieron en aquellos corderos, que por mucho que dellas se diga, no pueden ser, de muchas partes una, encarecidas.

Cuanto a lo quinto, que habían de ser los trabajos moderados, etc., éstos eran sacar oro; el cual es tal, que ha menester para sacallo de las entrañas de la tierra ser los hombres de hierro, porque se trastornan las sierras, lo de abajo arriba y de arriba abajo mil veces, cavando y quebrando peñas y meneando piedras, y para lavallo en los ríos llevan la tierra a cuestas, y allí están los lavadores siempre metidos en el agua y corvados los lomos, que se quiebran por el cuerpo; y cuando la mina hace agua, sobre todos los trabajos es con los brazos y ciertas gamellas de abajo arriba echalla afuera. Y finalmente, para conjeturar y entender qué trabajo es coger oro y plata, débese considerar que los gentiles la mayor pena que daban a los mártires, después de la muerte, era condenallos para sacar los metales.

Y los reyes de Egipto no echaban en las minas a sacar oro sino a los condenados por sus delitos y a los que cativaban en las guerras o a los que levantaban algún grave testimonio o a los que por algún deservicio incurrían en la ira del rey; y tal era el trabajo, que por que no se huyesen, les echaban prisiones62, y era grande el número de la gente que en ello ocupaban, a los cuales, sin descanso alguno, días y noches, forzaban a trabajar, con injurias, azotes y palos. Todo esto dice Diodoro, libro IV, capítulo 2.º: Egypti enim reges, crimine damnatos omnes ac ex hostibus captos, insuper ab aliquam falsam calumniam aut regum iram in carcerem detrusos, auro defodiendo deputant simul sumpta facinorum poena e magno quaestu ex eorum labore percepto: illi compedibus vincti magnus hominum numerus absque ulla intermissione, die nocteque exercentur nulla neque requie concessa, omnique ablata effugiendi facultate. Y más abajo: Ab hoc labore nunquam conquiescunt, contumeliis verberibusque ad continuum opus coacti, etc. También dice allí que les ponían prepósitos, que debían ser los verdugos, como acá dejimos de los mineros.

Y en libro VI, capítulo 9, el mismo Diodoro, del trabajo que es sacar oro nos trae otros testigos, a nosotros los españoles más cercanos, y éstos son la misma gente de España. Cuenta que los romanos, después de haber sojuzgado a España, compraban muchos esclavos, y de creer es que debían de ser dellos algunos españoles y quizá todos, y que los enviaban y tenían en las minas, y que era increíble la riqueza que sacaban para sus señores, aunque con grandes angustias y calamidad suyas; porque de día y de noche los constreñían a que cavasen, y que muchos por el excesivo trabajo perecían, como quiera que ninguna holganza les diesen ni tiempo para que resollasen, antes, con azotes, a que de continuo estuviesen en la obra eran forzados; los cuales raro podían vivir mucho, si no eran los muy robustos de fuerzas y vigor de ánimo; aquéstos más tiempo duraban en esta calamidad, y a los tales, por la grandeza y gravedad de la miseria que padecían, más deseada era la muerte que la vida. Verum cum die noctuque in labore perseverent, multi ex nimio labore moriuntur: cum nulla eis ab opere detur requies aut laboris intermissio, sed verberibus ad continuum opus coacti, raro diutius vivunt. Robustiori quidam corpore et animi vigore, plurimum temporis in ea versantur calamitate, quibus tamen ab miseriae magnitudinem mors est vita optabilior, etc. Todo esto es de Diodoro y lo que más se ha dicho en romance. Por lo dicho parece que de naturaleza le debe ser al oro apropiado morir los hombres del trabajo que generalmente hay en sacallo y ser tanto, que precian más la muerte que la vida por no pasallo, y por consiguiente, queda probado que no son imposibles las calamidades que padecer los indios en sacallo contamos; y pluguiera a Dios que no fueran necesarias, pues, en verdad, son pasadas y pasan hoy dondequiera que los españoles con indios el oro sacan.

Capítulo XIV

En el cual se prosiguen la quinta y las otras tres partes de la carta de la reina, de que mal usó el Comendador Mayor, en perdición de los indios

Duraban en las minas y en los trabajos dellas, al principio, seis meses; después ordenaron que ocho, que llamaban una demora, hasta el tiempo que traían todo el oro cogido a la fundición, y fundido tomase el rey su parte, y daban al que tenía repartimiento lo demás, puesto que por muchos años nunca entraba en su poder ni aun un castellano, porque todo lo debía a mercaderes o a otros acreedores; y por cuantas angustias y tormentas a los indios por sacar aquel infernal oro causaban, Dios se lo consumía todo y nunca hombre dellos medraba. En el tiempo que había fundición, les daban licencia que se fuesen a sus pueblos los que los tenían a dos y a tres y a cuatro jornadas. ¡Bien se puede juzgan cuáles llegarían y qué descanso hallarían en sus casas, habiendo estado ocho meses fuera dellas, dejando sus mujeres y hijos desmamparados, si quizá no las habían llevado también a los trabajos, y tornaban juntos maridos y mujeres a llorar su vida desventurada! ¿Qué refrigerio hallarían, habiendo de ir a buscar de comer y trabajar en sus hacendejas, que hallaban hechas cenizas y llenas de hierba y faltándoles todo consuelo y recaudo? Los que de cuarenta o cincuenta y ochenta leguas habían venido, nunca tornaban a sus casas de cien, diez, sino que en las minas y en los otros trabajos hasta que morían estaban.

Muchos de los españoles no tenían escrúpulo alguno de domingos y fiestas trabajallos, y cuando menos los trabajaban, era que no sacasen aquel día oro, sino en otras cosas que no faltaban, como hacer las casas o remendallas de paja y traer leña y otras semejantes en que los ocupaban; la comida que para sufrir tantos y tales trabajos les daban era pan cazabí, el cual, puesto que con harta carne y otras cosas se pueden pasar bien los hombres, pero para sin carne o pescado y manjar otro que le acompañe tiene poca sustancia. Así que su comida era de aquel pan cazabí, y mataba el minero un puerco cada semana; comíase él los dos cuartos y más, y para treinta y cuarenta indios echaba de los otros dos cuartos cada día a cocer un pedazo, y repartía entre los indios a cada uno una tajadilla, que sería como una nuez, y con aquélla, gastándola toda empringando el cazabí, y con sopear63 en el caldo, se pasaban. Y es verdad que estando el minero comiendo, estaban los indios debajo la mesa, como suelen estar los perros y los gatos, para en cayéndose el hueso, arrebatallo, el cual chupaban primero, y, después de bien chupado, entre dos piedras lo majaban, y lo que dél podían gozar, con el cazabí lo comían, y así de todo el hueso no perdían nada. Y esta tajadilla de puerco y los huesos dél, no lo alcanzaban sino solamente los indios que en las minas a sacar oro andaban, porque los de las estancias, que cavaban y tenían otros grandes trabajos, en su vida mujeres ni hombres nunca supieron, después de entregados a los españoles, qué cosa fuese carne, más del cazabí y otras raíces.

Personas hobo en la isla de Cuba (porque si tratando della se me olvidare), que no teniendo por su avaricia qué dar de comer a los indios que les hacían las labranzas, los enviaban a pacer al campo y a los montes las frutas de los árboles que había, dos y tres días, y con lo que traían en los vientres les hacían trabajar otros dos o tres días sin comer otro bocado; y desta manera hizo uno una labranza que le valió quinientos o seiscientos pesos de oro o castellanos, y esto él mismo por su boca, en presencia de mí y de otros, lo contó por industriosa hazaña.

Cuanto a lo sexto, que era que el jornal fuese conforme a los trabajos, etc., mandó el Comendador Mayor que les pagasen por jornal, por la vida y trabajos y servicios que padecían y hacían, que de suso se han referido, no sé si podrá ser creído, pero yo digo verdad y así lo afirmo, que les mandó dar tres blancas en dos días, y aun no fue tanto, sino media blanca menos, porque cada año ordenó que a cada un indio se diese medio peso de oro, que son 225 maravedís, y éstos que se los pagasen en lo que bastase a comprar cosillas de Castilla, que los indios llamaban cacona, la media sílaba luenga, que quiere decir galardón. Destos 225 maravedís se podía comprar hasta un peine y un espejuelo y una sartilla de cuentas verdes o azules. Y es también cierto que muchos años pasaron, que ni aun esto no les pagaban y poco hacían a su bien ni a la mitigación de sus angustias y hambres y calamidades; las cuales eran tantas, que ni ellos se dieran ni daban nada por ello, porque todos sus deseos no subían más de comer y verse hartos, porque siempre rabiaban de hambre y de cómo saldrían de vida tan desesperada.

Este fue, pues, el premio y jornal que por tan grandes trabajos y daños (que no eran menos que perder los cuerpos y las ánimas), les mandó pagar, conviene a saber: por dos días, aun no tres blancas; después, el tiempo andando, a cabo de muchos años, se les aumentó el jornal hasta un peso de oro, por ciertas leyes que hicieron hacer al rey D. Hernando, como, si Dios quisiere, se dirá, que no es otro que el dicho menor escarnio.

Cuanto a lo séptimo que la Reina pretendía, conviene a saber, que todo aquello cumpliesen los indios como personas libres que eran, y que no consintiese hacerles daño ni agravio alguno y que tuviesen libertad para entender en sus haciendas y descansar y curarse, etc., bien claro ha parecido, según creo, por lo dicho, cómo totalmente les quitó su libertad y consintió ponelles en la más áspera y fiera y horrible servidumbre y cativerio que ninguno puede entender si no la viera por sus ojos, no siendo libres para cosa desta vida; y aun las bestias suelen tener libertad algunos tiempos para ir a pacer al campo, y nuestros españoles no daban para esto, ni para otra cosa, lugar a los indios miserandos. Y así, los dio, en la realidad de la verdad, perpetuamente por esclavos, pues nunca tuvieron libre voluntad para hacer de sí nada o algo, sino donde la crueldad y cudicia de los españoles quería echallos, no como a hombres cativos, sino como bestias, que sus dueños, para lo que quieren hacer dellas, las tienen atadas.

Cuando algunas veces los dejaban ir a su tierra a descansar, no hallaban vivas a sus mujeres ni hijos, ni hacienda alguna de que comiesen, como se dijo, por no se las dejar labrar; y así, no tenían otro remedio sino buscar raíces o hierbas del monte y del campo y en el campo morir. Si enfermaban, que era frecuentísimo en ellos por los muchos y graves y no acostumbrados trabajos y por ser de naturaleza delicadísimos, no los creían, y sin alguna misericordia los llamaban perros, y que de haraganes lo hacían por no trabajar; y con esos ultrajes, no faltaban coces y palos; y desque vían crecer el mal a enfermedad y que no se podían aprovechar dellos, dábanles licencia que se fuesen a sus tierras, veinte y treinta y cincuenta y ochenta leguas distantes, y para el camino dábanles algunas raíces de ajes y algún cazabí. Los tristes íbanse, y al primer arroyo caían, donde morían desesperados; otros iban más adelante, y finalmente muy pocos, de muchos, a sus tierras llegaban, y yo topé algunos muertos por los caminos, y otros debajo de los árboles boqueando, y otros con el dolor de la muerte dando gemidos, y como podían, diciendo: «¡Hambre!, ¡hambre!». Y esta fue la libertad y los buenos tratamientos y cristiandad y el no recibir agravios ni daños, que estas gentes con la gobernación y orden que puso el Comendador Mayor cobraron.

Cuanto a la octava y final parte de la carta de la Reina doña Isabel, y que por ella mostraba pretender, conviene a saber, que los indios comunicasen con los españoles para que fuesen doctrinados y cristianos, y por medio daba que los caciques señalasen cierto numero de gente para que se alquilasen, en sí era difícil o imposible y no proporcionado a que los indios fuesen cristianos, antes les era perniciosa y mortífera, y se convertía en total destruición de los indios; manifiesto es que no se le daba poder ni se le podía dar, porque la Reina no lo tenía para destruición, sino para edificación destas gentes, y esto había el Comendador Mayor de considerar. Ítem, debiera también mirar, que si la Reina estuviera presente para que le constara tanto mal, no había duda sino que aquella orden la prohibiera y abominara.

Cosa fue maravillosa en aqueste tan prudente caballero, que cada demora, que era de ocho a ocho meses, y fue de año a año cuando se hacían las fundiciones del oro, morían gran multitud de gente con aquellos trabajos, y no conociese que la orden y gobernación que cuanto a los indios había puesto era mortífera pestilencia, que con vehemencia estas gentes consumía y asolaba, y que nunca la revocase y enmendase, por lo que no pudo él ignorar que no fuese pésimo e inicuo todo lo que había en esto constituido y ordenado, y por consiguiente, ni ante Dios ni ante los Reyes era excusado. Ante Dios, porque lo que constituyó era de sí malo. Y contra la ley divina y natural, poner en áspera servidumbre y cativerio y perdición a hombres nacionales libres cuando más que vía por experiencia que de la perdición dellos aquella desorden era la causa. Ante los Reyes, porque totalmente salió y excedió, haciendo todo el contrario de lo que por la Reina le era mandado.

La enmienda que desta perdición hacía, es la siguiente: como vía que las gentes se apocaban, matando en las minas y estancias, cada demora o cada año cada español los de su repartimiento, la mitad o alguna buena parte, y los mismos españoles también, viendo que se les disminuían los indios y acababan, no teniendo confesión de sus pecados, se lo suplicaban, tornaba a echar todos los indios que habían en la isla, como dicen, en la baraja, y esto era hacer nuevo repartimiento, en el cual rehacía el número de los que habían muerto, que primero les había dado, y esto a los españoles más principales y dél más favorecidos. Y porque no había para todos de aquel paño, dejaba a muchos que no tenían tanto favor sin repartimiento y sin dalles algo, y desta manera, cuasi cada dos o tres años, los repartimientos remendaba o renovaba. Y porque despachada esta carta real, la Reina, como se dijo, murió luego, no supo de esta cruel perdición nada.

Sucedió luego venir a reinar el rey don Felipe y la reina doña Juana, y antes que cosa de las Indias entendiese, murió el rey don Felipe, por cuya muerte estuvo el reino de Castilla sin rey presente dos años; y así se entabló y calló la diminución y perdición destas gentes miserables. Después desto vino a gobernar los reinos el Rey Católico don Hernando, al cual, o se le encubrió o no se le encareció como debiera, y aun porque pocas veces o ninguna desto se le dijo verdad, pasaron ocho años, muy poco menos, que gobernó el dicho Comendador Mayor, en los cuales se entabló y echó sus raíces esta pestilente desorden, sin haber hombre que en ella hablase ni mirase ni pensase, y así se fueron consumiendo las multitudes de vecinos y gentes que había en esta isla, que según el Almirante escribió a los Reyes, eran sin número, como arriba en el primero libro queda ya dicho, y en tiempo de los dichos ocho años de aquel gobierno perecieron más de las nueve de diez partes.

De aquí pasó esta red barredera a la isla de San Juan y a la de Jamaica y después a la de Cuba y después a la Tierra Firme, y así cundió y inficionó y asoló todo este orbe, como parecerá, placiendo a Dios, en sus lugares. Por manera, que del asiento y desorden que aquel comendador mayor de Alcántara hizo y asentó en esta isla, repartiendo los indios entre los españoles de la manera dicha, por ilusión, cierto, y arte diabólica, procedió la perdición y acabamiento tan violento, vehementísimo, que ha yermado y consumido en estas Indias la mayor parte del linaje humano que en ellas estaba y hallamos.

[...]

Capítulo XLIII

Viendo los españoles que tenían cargo de consumir los indios en las minas sacando oro y en las otras sus granjerías y trabajos con que los mataban, que cada día se les hacían menos, muriéndoseles, no teniendo más consideración de a su temporal daño y lo que perdían de aprovecharse, cayeron en que sería bien suplir la falta de los que perecían naturales desta isla, trayendo a ella de las otras islas la gente que se pudiese traer, para que su negocio y granjería de las minas y otros intereses no cesasen; y para esto pensaron con esta industriosa falsedad de engañar al rey don Hernando. Fue aquesta cautela dolosa tal, conviene a saber, que le hicieron saber, o por cartas o por procurador que a la corte enviaron (lo cual no es de creer que se hizo sin parecer y consentimiento del Comendador Mayor), que las islas de los Lucayos o Yucayos, vecinas desta Española y de la de Cuba, estaban llenas de gentes, donde estaban ociosos y de ninguna cosa aprovechaban y que allí nunca serían cristianos; que Su Alteza diese licencia a los vecinos españoles desta isla, para que armasen algunos navíos en que los trujesen a ella, donde serían cristianos y ayudarían a sacar el oro que había y sería de mucho provecho aquella traída y Su Alteza sería muy mucho servido. El Rey se lo concedió que así lo hiciesen, con harta culpa y ceguedad del Consejo que tal le aconsejó y firmó la tal licencia, como si fueran los hombres racionales alguna madera que se cortara de árboles y la hobieran de traer para edificar en esta tierra, o quizá manadas de ovejas o otros animales cualesquiera, que aunque murieran en el camino por la mar muchos, poco se perdía.

¿Quién no culpará error tan grande como era las gentes, naturales, vecinos de tantas islas, de verse sacar por fuerza dellas y llevarlas cien y ciento cincuenta leguas por la mar a otras nuevas tierras, por causa buena o mala que ofrecerse pudiera, cuanto menos a sacar oro de las minas, donde cierto habían de morir, para el rey ni para los extraños, a quienes nunca ofendieron? Si por ventura no quisieron justificar la tal traída y despoblación de las propias patrias, con aquella engañosa y falsa color con que al Rey engañaron: que traídos a estas islas serían instruidos y hechos cristianos; pero aunque fuera esto verdad, lo cual no fue, porque ni lo pretendieron, ni lo hicieron, ni lo pensaron hacer jamás, no quería Dios aquella cristiandad con tanto estrago, porque no suele a Dios aplacer bien alguno, por grande que sea, perpetrando los hombres gravísimos pecados, y aunque sean chicos, cualesquiera daños hechos contra sus prójimos; y en esto los pecadores muchas veces, mayormente en estas Indias, se han engañado y cada día se engañan. Y para condenación entera desta fingida color y excusa, nunca los Apóstoles hicieron sacar por fuerza de sus tierras las gentes infieles y llevarlas para las convertir adonde ellos estaban, ni la Iglesia universal después dellos jamás lo usó, como cosa perniciosa y detestable. Así que el Consejo del Rey tuvo gran ceguedad, y por consiguiente ante Dios fue muy culpable, porque no debiera él ignorar esto ser malo, pues tenían oficio de letrados los que en él entraban.

Venida, pues, la licencia del rey don Hernando para traer a esta isla las gentes que vivían en las islas que llamábamos de los Lucayos, concertábanse diez o doce vecinos de la ciudad de la Vega o Concepción y de la villa de Santiago, y juntaban hasta diez o doce mil pesos de oro, de los cuales compraban dos o tres navíos y cogían a sueldo cincuenta o sesenta hombres, con marineros y los demás, para ir a saltear los indios que en aquellas islas, en su paz y quietud y seguridad de su patria, descuidados moraban.

Estas gentes, llamadas lucayos, como en el primer libro dejamos dicho y en otra nuestra obra llamada Historia Apologética muy más largo, fueron sobre todas las destas Indias (y creo sobre todas las del mundo) en mansedumbre, simplicidad, humildad, paz y quietud y en otras virtudes naturales, señaladas, que no parecía sino que Adán no había en ellas pecado. No he hallado en todas las naciones del mundo de que las historias antiguas hayan hecho mención, a quien sino a las que llaman Seres comparallas, que son pueblos de Asia, de quien Solino, capítulo 63, dice ser mansos y entre sí quietísimos, y según Pomponio Mela, libro III, capítulo 6.°, es linaje de hombres lleno de justicia; y según Eusebio, libro VI, capítulo 8.º De Praeparatione Evangelica, ni matar, ni fornicar saben, ni hay entre ellos mala mujer alguna, ningún adulterio, ni ladrón, ni homicida se halla, ni adoran ídolo. A estas naciones fueron desta isla nuestros españoles y hicieron las obras siguientes.

Díjose que al principio los primeros nuestros que a esta vendimia llegaron en estas islas de los Lucayos, sabiendo la simplicidad y mansedumbre destas gentes (que se pudo saber de la práctica que se tenía de cuando el Almirante primero las descubrió y trató con ellas y experimentó su bondad natural y condición mitísima)64, llegados dos navíos a ellas y ellas recebiéndolos, como siempre tuvieron65 (antes que nuestras obras conociesen) que eran venidos del cielo, dijéronles que iban desta isla Española, donde las ánimas de sus padres y parientes y de los que bien querían estaban en holganza, y que si querían venir a vellos, que en aquellos navíos los traerían. Esto era y es cierto en todas estas indianas naciones: tener opinión que las ánimas eran inmortales y que después de muertos los cuerpos se iban las ánimas a ciertos lugares amenos y deleitables, adonde ninguna cosa de placer y consuelo les faltaba; y en algunas partes tenían que primero padecían algunas penas por los pecados que en esta vida habían pecado. Así que con estas persuasiones y malvadas palabras, los primeros que allí fueron, según se dijo, engañaron a aquellas inocentísimas gentes a que se dejasen meter en los navíos, hombres y mujeres (como la ropa y ajuar de sus casas ni las raíces de sus heredades les hiciese poco embarazo); pero después de traídos a esta isla, como no viesen a sus padres, ni madres, ni a los que amaban, sino las herramientas de azadas y azadones y barras y barretas de hierro y otros instrumentos tales y las minas donde las vidas muy en breve acababan, dellos desesperados, viéndose burlados, con el zumo de la yuca se mataban, dellos de hambre y trabajos se morían, como personas en grande manera delicadas y que nunca imaginaron haber tales trabajos66. Después, el tiempo andando, tuvieron otras industrias y hicieron otras maneras de fuerzas y saltos para traellos, que ninguno se les escapaba. Traídos a esta isla y desembarcados hombres y mujeres, niños y viejos, en especial en el Puerto de Plata y Puerto Real, que están en la costa del Norte, fronteros de las mismas islas de los Lucayos, hacían ciertos montones dellos, cuantos eran los que en los navíos y gastos ponían sus partes, viejo con mozo, enfermo con sano (porque por la mar enfermaban y morían muchos con el angustia, viniendo apretados debajo de cubierta, como es región caliente, que de sed se ahogaban y también de hambre). En aquellos montones no se miraba que fuese la mujer con el marido ni el hijo con el padre, porque no se hacía más cuenta dellos que si verdaderamente fueran vivísimos animales. Así los inocentes, sicut pecora occisionis, repartidos por sus montones o manadas, echaban suertes sobre ellos, y cuando cabía por la suerte algún viejo y enfermo, decía el que le llevaba: «Este viejo dadlo al diablo; ¿para qué lo tengo de llevar? ¿para dalle de comer y después enterrallo?; y este enfermo, ¿para qué me lo dais? ¿para curallo?». Y acaecía, estando en estas partijas, caerse muertos de hambre y de la flaqueza y enfermedad que traían y del dolor, viendo los padres apartar de sí a sus hijos y los maridos a las mujeres llevárselas. Quién podía sufrir, que tuviese corazón de carne y entrañas de hombre, haber tan inhumana crueldad? ¿Qué memoria debía entonces de haber de aquel precepto de caridad, «amarás tu prójimo como a ti mismo», en aquellos que tan olvidados de ser cristianos y aun de ser hombres, así trataban en aquellos hombres la humanidad?

Ordenaron también que para los gastos que se hacían y para pagar el sueldo a los cincuenta o sesenta que iban en los navíos a hacer estas cabalgadas, que pudiesen vender (puesto que ellos decían «traspasar» de uno a otro) cada indio de aquellos que ellos también nombraban «piezas», cada pieza, como si fueran piezas o cabezas de ganado, por cuatro pesos de oro y no más; y ésta tenían por honra que les hacían, vendellos y traspasallos por precio tan barato, como en la verdad, si el precio fuera grande, tuviéranlos en mucho más y por consiguiente tratáranlos mejor por su propio interese y duraran más.

Capítulo XLIV

Tuvieron, como dije, muchas maneras de sacarlos de sus islas y casas, donde vivían verdaderamente aquella vida que vivieron las gentes de la Edad Dorada, que tanto por los poetas e historiadores fue alabada; y unas cautelas usaban en unas islas y partes y otras en otras; y las primeras veces asegurándolos, como los indios estaban sin sospecha, descuidados, y los recibían como ángeles; otras, salteándolos de noche; otras, entrando a la clara, como dicen, aperto Marte, matándolos a cuchilladas, cuando algunos dellos, teniendo experiencia ya de las obras de los españoles y que venían a llevallos, se defendían con sus arcos y flechas de las que usaban, no para hacer guerra a alguien, sino para matar pescados, de que tenían siempre abundancia.

En obra de cuatro o cinco años trujeron a esta isla de hombres y mujeres y chicos y grandes sobre cuarenta mil ánimas; y desto hace mención Pedro Mártir en el primero capítulo de su séptima Década, diciendo: «Et quadraginta utriusque sexus, milia in servitutem ad inexhaustam auri famem explendam, uti infra latius dicemus, abduxerunt: has una denominatione Iucayas appellant, scilicet insulas, et incolas, iucayos». Donde también dice cómo se mataban de desesperados, y otros que tenían mejor ánimo, con esperanza de en algún tiempo se huir a sus tierras, sufrían su vida desesperada, escondiéndose hacia la parte del norte, por algunos lugares montuosos que les parecía estar fronteros de sus islas, para desde allí algún día tener algún remedio como a ellas pasarse: «Iucaii a suis sedibus abrepti desperatis vivunt animis; dimisere spiritus inertes multi a cibis adhorrendo per valles, in vias et deserta nemora rupesque obstrusas latitantes; alii vitam exosam finierunt. Sed qui fortiori pectore constabant, sub spe recuperandae libertatis vivere malebant. Ex his plerique non inertiores, forte si fugae locus dabatur, partes Hispaniolae petebant septentrionales, unde ab eorum patria venti flabant, et prospectare arcton licebat: ibi protentis lacertis et ore aperto halitus patrios anhelando absorbere velle videbantur, et plerique spiritu deficiente languidi prae inedia corruebant exanimes, etc.». Esto es de Pedro Mártir.

Una vez, un indio de aquéllos (y allí lo refiere Pedro Mártir) tomó cierto árbol muy grueso, que se llamaba en lengua desta isla Española yauruma, la penúltima sílaba luenga, el cual es muy liviano y todo hueco y sobre él debía de armar con otros palos alguna balsa, muy bien atados con bejucos, que son ciertas raíces muy recias, como si fuesen cordeles. En lo hueco de los palos metió algún maíz que pudo hallar y que por ventura él había sembrado y cogido, y ciertas calabazas llenas de agua dulce, asimismo dejando algún maíz fuera para comer algún día, y tapó bien con hojas los cabos de los palos y admitió a su compañía otro indio y a unas indias, parientes o vecinos suyos, grandes nadadores, porque todos lo eran; y pónense encima de su balsa y, con otros palos como remos, échanse a la mar y andan camino de sus islas y tierras; y andadas cincuenta leguas, toparon por su desdicha con un navío que venía de hacia donde ellos iban con cierta presa. Tomáronlos y volviéronlos, llorando y lamentando su infelicidad, y la balsa en que iban, para esta isla, donde al cabo con los demás perecieron.

De creer es que otros muchos intentaron buscar y tomaron este remedio, sino que no lo sabemos, pero poco les aprovechó si lo hicieron, porque una vez que otra los tomaban y traían, si a sus tierras llegaban, pues que ningunos, como parecerá, dejaron en todas aquellas islas. Escudriñaban entre muchas dellas cuál era la que más fuerte o cercada de peñas estaba y prendían toda la gente de las otras comarcanas y traían a aquélla, quebradas o tomadas todas las canoas o barquillos que ellos tenían, por que no se huyesen; ponían para guardallos los españoles que necesarios eran, entretanto que los navíos tornaban desta isla, dejando acá las barcadas que de gente habían traído.

Acaeció tener en una isleta de aquéllas allegadas siete mil ánimas, y estaban siete españoles guardándolos muchos días, como si fueran otras tantas ovejas o corderos, y como los navíos se tardasen, acabóseles el cazabí o lacería que tenían para comer; y venidos ya dos navíos que traían cazabí para los indios (porque otra cosa no les daban a comer, y si otros bastimentos traían era para los españoles), así como llegaron los navíos a la isleta, levantose una terrible tormenta que hundió los navíos o los desbarató, por manera que de hambre pura perecieron las siete mil ánimas de indios y los siete españoles, sin tener remedio ni escapar alguno. De la gente de los navíos no me acuerdo qué fue lo que oí que se hobiese hecho dellos. Destos juicios de Dios y castigos que cada día Dios hacía no se miraba, ni que por los pecados los enviase Dios, que allí se cometían, sino que acaso y sin que hobiese Rector en los cielos que lo viese y tuviese cuenta de tan crueles injusticias, aquellos infortunios venían. De estas hazañas y crueldades que con estas inocentes ovejas se usaron y que fueron infinitas, pudiera saber y agora referir muchas en particular, si en aquellos tiempos que yo estaba en esta isla mirara en querellas saber de los mismos que las obraban.

Quiero aquí decir lo que uno dellos me dijo en la isla de Cuba. Éste había pasado de aquellas islas a la de Cuba, creo que en una canoa de indios, no sé si quizá por huir de su capitán o de algún peligro que allí se le hobiese ofrecido o por salir de tan reprobados tratos, por sentirse andar en mal estado; díjome que como metían en los navíos mucha gente, doscientas, trescientas y quinientas ánimas, viejos y mozas y mujeres y niños, echábanlos todos debajo de cubierta, cerrando las bocas que llaman escotillas, por que no se huyesen, los cuales quedaban sin lumbre y sin soplo de viento, y la región es caliente, y como no metían en los navíos mantenimientos, en especial agua, más o poco más, que bastase para más de los españoles que en estos tratos andaban, y así, por la falta de la comida y más por la sed grande, que por el gran calor y angustia y apretamiento de estar unos sobre otros o muy junto a otros, padecían, muchos muriesen y los echasen a la mar, que eran tantos que un navío, sin aguja ni carta o arte de navegar, pudiera, solamente por el rastro de los que se lanzaban muertos, venir desde aquéllas a esta isla. Estas fueron sus palabras. Y ésta fue cosa cierta, unas veces mayor y otras menor: que nunca navío fue a saltear indios destos lucayos y de la tierra firme, donde mucho se usó esta inhumanidad, como se dirá, que no echasen la mar muertos la tercia o la cuarta parte de los que salteaban y embarcaban por las susodichas causas.

Por esta orden, si orden se sufriera llamarla, en obra de diez años trujeron a esta isla Española hombres y mujeres, niños y viejos, sobre un cuento de ánimas y muchas más; algunas barcadas dellos también hicieron los españoles que vivían en la isla de Cuba, donde al fin todos perecieron en las minas de trabajos y hambres y angustias. Pedro Mártir afirma haber sido informado que de aquellas islas de los Lucayos, que eran cuatrocientas y seis, habían los españoles traído y puesto en cativerio para echar en las minas cuarenta mil ánimas; y dellas y de las demás un cuento y docientas mil; y dice así en el capítulo 1 de la séptima Década: «Ut ego ipse, ad cuius manus quaecumque emergunt afferuntur, de illarum insularum numero vix ausim credere quae praedicantur. Ex illis sex et quadrigentas ab annis viginti amplius, quibus Hispaniolae Cubaeque habitatores Hispani eas pertractarunt, percurrisse inquiunt, et quadraginta utriusque sexus milia in servitutem ad inexhausti auri famem explendam adduxerunt: has una denominatione Iucayas appellant, et incolas iucayos, etc.». Y en el capítulo 2 de la misma Década dice: «Sed has scilicet insulas fatentur habitatoribus quondam fuisse refertas, nunc vero desertas, quod ab earum densa congerie perductos fuisse miseros insulares ad Hispaniolae Fernandinaeque aurifodinarum triste ministerium inquiunt deficientibus ipsarum incolis, tum variis morbis et inedia, tum prae nimio labore, ad duodecies centena milia consumptis. Piget haec refere, sed oportet esse veridicum, sui tamen exitii vindictam aliquando sumpsere iucay, raptoribus interfectis: cupiditate igitur habendi iucayos, more venatorurn, per nemora montana perque palustria loca feras in sectatur, etc.». Todo es de Pedro Mártir. Cuanto a lo que añide que los lucayos algunas veces mataron españoles, acaecía cuando algunos pocos hallaban descuidados, porque desque conocieron que los destruían y que aquélla era su venida y demanda, los arcos y flechas de que usaban para matar pescado acordaron emplearlos para matar a los que los mataban; pero todo era en vano, porque nunca podían matar sino dos o tres o cuatro, cuando más se estiraban. Y cuanto a lo que dice más que eran cuatrocientas islas, metió en aquel número las islas del Jardín de la Reina y del Jardín del Rey, que son unas rengleras de islas pequeñas que están a la costa del Sur y del Norte, pegadas con la isla de Cuba; y aunque las gentes de que estaban pobladas aquellas isletas de los Jardines eran de aquella simplicidad y bondad natural que las de los lucayos, pero no acostumbramos llamar las isletas de los jardines Lucayos, sino las grandes que comienzan desde cerca desta isla Española y van hacia cerca de la Florida, desviadas algo de la de Cuba; y éstas serán cuarenta o cincuenta, entre chicas y grandes, y a éstas llamamos propiamente Lucayos, o, por mejor decir, Yucayos.

Dice más Pedro Mártir, que se le presentaban las cosas que de nuevo acaecían e iban destas Indias; esto se hacía porque por aquel tiempo que esto escribía era del Consejo de las Indias, y entró en él el año de 1518, estando yo a la sazón que presentó él su provisión real en el mismo Consejo presente; proveyole deste oficio el Emperador, luego que vino a reinar, en la ciudad de Zaragoza.

Capítulo XLV

Después que se consumieron en las minas y en los otros trabajos y vida durísima y desventurada muy grande número de los lucayos y de todos la mayor parte, inventó el enemigo de la naturaleza humana otro modo de cudicia en los españoles, para del todo acaballos. Comenzaron a sonar las perlas que había en la mar, alrededor de la isleta de Cubagua, que está junta a la isla Margarita, en la costa de Tierra Firme, que se llama de Cumaná, la última sílaba aguda, y juntamente las minas en esta isla iban aflojando. Acordaron los españoles de enviar a sacar perlas los indios yucayos, por ser grandes nadadores todos ellos en universal, como las perlas se saquen zabulléndose los hombres dos y tres y cuatro estados, donde las ostias que las perlas contienen se hallan; por cuya causa se vendían cuasi públicamente, con ciertas cautelas, no a cuatro pesos, como al principio se había ordenado, sino a cien y a ciento cincuenta pesos de oro y más cada uno de los lucayos. Creció tanto el provecho que sacando con ellos perlas los nuestros hallaban, puesto que con gran riesgo y perdición de las vidas de los yucayos, como aquel oficio de sacar perlas sea infernal, que por maravilla se halló en breves días que en esta isla quedase algún lucayo. Hay desta isla hasta la isleta de Cubagua, por el camino que de necesidad se ha de llevar rodeando, cerca de trescientas leguas largas, y así los llevaron todos en navíos allá, y en aquel duro y pernicioso ejercicio, muy más cruel que el sacar oro de las minas, no en muchos días, finalmente, los mataron y acabaron; y así fenecieron tanta multitud de gentes que había en tantas islas como queda dicho, que llamamos de los Lucayos o Yucayos.

Estaba en aquesta sazón o tiempo en esta ciudad de Santo Domingo un hombre honrado, temeroso de Dios, llamado Pedro de Isla, que había sido mercader, y por recogerse y vivir vida más sin peligro de la conciencia, días había que hobo aquellos tratos dejado y sustentábase de lo que justamente creía que de las mercaderías pasadas y con segura conciencia le pudo quedar. Este varón virtuoso, sabiendo los estragos y crueldades que se habían hecho en aquellas gentes simplicísimas de los lucayos y cómo se despoblaron tantas y tales islas y que ya no se curaban de ir navíos a ellas, por tenellas por vacías, movido de celo de Dios y de lástima de tanta perdición de ánimas, y por remediar los indios que en aquellas islas se hobiesen de aquel fuego infernal y pestilencia vastativa escapado, creyendo que algunos habría, para en esta isla o en aquéllas hacer dellos un pueblo y allí en las cosas de la fe instruillos, y aun también por impedir a otros que, con el fin contrario y para se servir dellos, procurasen lo que él pretendía, fuese a los que gobernaban esta isla y pidioles con mucha instancia le diesen licencia para enviar un bergantín o lo que más fuese necesario, a su costa, para rebuscar por todas aquellas islas los que se hallasen y los pudiese traer a ésta y hacer dellos un pueblo y lo demás que está dicho. El cual intento cristiano por los que gobernaban oído y entendido, con toda voluntad le concedieron lo que pedía. Habida esta licencia, compró un bergantín o carabela pequeña y puso en ella ocho o diez hombres con abundancia de mantenimientos para mucho tiempo, todo a sus expensas, y enviolos, encargándoles mucho anduviesen y escudriñasen todas aquellas islas buscando los indios que en ellas hobiese, y los asegurasen y consolasen cuanto les fuese posible, que no les sería hecho mal alguno, y que no los iban a buscar para cativallos, como se había hecho a sus parientes y vecinos, ni que habían de ir a sacar oro a las minas, sino que habían de estar en su libertad y a su placer, como ellos verían, y otras palabras que, para que perdiesen el miedo de tan grandes calamidades como habían padecido y se consolasen (puestos en tanta tristeza y amargura como estaban) convenían. Fueron y hicieron lo que les fue mandado por su amo o que les daba su salario, el buen Pedro de Isla, y anduvieron todas las islas, buscadas y escudriñadas cuanto les fue posible. Tardaron en ella tres años, y al cabo dellos, hecha la diligencia dicha, solamente hallaron once personas, que yo con mis ojos corporales vide, porque vinieron a desembarcar al Puerto de Plata, donde yo al presente vivía. Estos eran hombres y mujeres y muchachos; no me acuerdo cuántos fuesen de unos y de otros, mas de que uno dellos era un viejo que debía ser de sesenta y más años; todos y él en cueros vivos y con tanto sosiego y simplicidad como si fueran unos corderitos. Parábamelos a mirar de propósito, en especial al viejo, que era de un aspecto muy venerable, bien alto de cuerpo, el rostro grande, autorizado y reverendo. Parecíame ver en él a nuestro padre Adán, cuando estuvo y gozó del estado de la inocencia, y acordándome cuántos de aquéllos había entre tantas gentes, como en aquellas y de aquellas islas en tan breves días y en cuasi mi presencia, sin culpa alguna en que nos hobiesen ofendido, se habían destruido, no restaba sino alzar los ojos al cielo y temblar de los divinos juicios. Así que aquéste fue el rebusco que halló Pedro de Isla de la pasada vendimia. Después dio nuestro Señor Dios el pago de su buen celo y virtud al Pedro de Isla, porque lo metió en la orden de San Francisco, y allí, viviendo santamente, le ordenaran de órdenes sagradas hasta ser diácono o de Evangelio, y por su gran humildad rogó que no le forzasen a ser de misa, por tenerse por indigno, acordándose de lo que había hecho su glorioso padre San Francisco; y así, después de muchos años le llevó Dios para sí, donde yo creo que goza de la visión divina y gozará para siempre sin fin.

Tornando a los lucayos, ésta fue gente, como en otra nuestra Historia67 dijimos, felicísima, y creemos ciertamente que fue de las más aparejadas para conocer y servir a Dios que en la masa del linaje humano por alguno hobiese sido vista. Yo confesé y comulgué y me hallé a la muerte de algunos dellos, después que fueron batizados e instruidos, y digo que suplico a nuestro Señor Dios que tal devoción y tales lágrimas y contrición de mis pecados me dé cuando su cuerpo y sangre recibiere al tiempo de mi fin y muerte, como yo en ellos me parece que sentía y conocía. Y con esto cierro la historia que toca a los lucayos, que tan infelices fueron en caer en manos de quien así, tan sin culpa y razón y justicia los destruyeron, aunque ser nosotros que lo cometimos más sin buenaventura que ellos que lo padecieron, ninguna duda tengo.

Capítulo XLVI

En este año de quinientos y ocho o al fin del de siete, el Comendador Mayor envió a ver y considerar, con intinción de poblar de españoles, la isla que llamamos de San Juan, que por vocablo de la lengua de los indios, vecinos naturales della, se nombraba Boriquén, la última sílaba aguda. Esta isla es toda ella o lo más della, sierras y montañas altas, algunas de arboledas espesas y otras rasas, de muy hermosa hierba como la de esta isla. Tiene pocos llanos, pero muchos valles y ríos por ellos, muy graciosos, muy fértiles y toda ella muy abundosa; está, de la punta oriental desta isla Española, la punta o cabo occidental della, obra de doce leguas; vese una isla de otra cuando hace claro, estando en lo alto de las dichas puntas o cabos dellas. Tiene algunos puertos no buenos, si no es el que llaman Puerto Rico, donde la ciudad y cabeza del obispado tiene su asiento. Terná de luengo cuarenta largas leguas y quince o dieciséis de ancho y en circuito bojará ciento y quince o ciento y veinte. Toda la costa del sur della está en diez y siete grados, y la del norte en dieciocho de la línea equinoccial, a la parte del Ártico, por manera que su ancho es cuasi un grado, tomándolo de Norte a Sur. Tuvo mucho oro, no tan fino como el de esta isla, pero no tenía de quilates y valor menos que no valiese cuatrocientos y cincuenta maravedís el peso. Estaba plenísima de gentes naturales, vecinos y moradores della, y muy mansas y benignas, como la de ésta; era combatida de los caribes o comedores de carne humana y para contra ellos eran valerosos y defendían bien su tierra.

La ocasión de la enviar el Comendador Mayor a explorar, para la poblar de españoles, fue la siguiente: después de la postrera guerra que los españoles hicieron a los vecinos de la provincia de Higüey, que también fue la postrera de toda esta isla (de la cual hablamos en el capítulo 18), en la villa de Salvaleón, que mandó el Comendador Mayor poblar en aquella provincia, puso por su teniente y capitán a Juan Ponce de León, el que fue por capitán de la gente desta ciudad de Santo Domingo en la dicha postrera guerra, según dijimos en el capítulo 15. Éste tuvo noticia de algunos indios de los que le servían, que en la isla de San Juan o Boriquén había mucho oro, porque como los vecinos indios de aquella provincia de Higüey fuesen los más propincuos y en la más propincua tierra viviesen a la dicha isla de San Juan, y no hobiese sino doce o quince leguas de distancia, cada día se iban en sus canoas o barquillos los de esta isla a aquélla y los de aquélla a ésta venían y se comunicaban, y así pudieron bien saber los unos y los otros lo que en la tierra de cada uno había.

Dio, pues, parte Juan Ponce de León al Comendador Mayor de las nuevas que había sabido, y es de creer que le pidió licencia para pasar allá con algunos españoles a inquirir la verdad y tomar trato y conversación con los indios vecinos della y ver la dispusición que había para poder la ir a poblar, porque hasta entonces ninguna cosa de lo que en la isla dentro había se sabía, más de verla por de fuera ser hermosísima y que parecía mucha gente de cada vez que pasaban por allí navíos. Finalmente, que Juan Ponce lo suplicase, o que el Comendador Mayor se lo mandase, aparejó un carabelón y metiose con ciertos pocos españoles y algunos indios que habían estado en la isla con él, y fue a desembarcar en una parte della, donde señoreaba un rey y señor, llamado en su lengua dellos Agueíbana (la i letra luenga), el mayor señor de toda ella. Éste los recibió con grande alegría y los aposentó y trató y hizo servir como si fueran del cielo venidos, como todas estas gentes destas Indias a los principios de nosotros creían. Tenía este señor madre y padrastro, los cuales también mostraron recebir mucho gozo con su venida y les hicieron todas buenas obras de amor y amistad, mandándoles proveer abundantemente de comida y dándoles de todo lo que tenían y haciendo todo lo que sentían que hacía placer a Juan Ponce, y a los cristianos. Trocaron los nombres e hiciéronse guatiaos, llamándose Juan Ponce, Agueíbana, y el rey Agueíbana, Juan Ponce, que como arriba dijimos, era una señal entre los indios destas islas de perpetua confederación y amistad. A la madre del rey dio Juan Ponce doña Inés por nombre, y al padrastro, don Francisco porque así lo tenían de costumbre los españoles, dando los nombres que se les antojaban de cristianos a cualesquiera indios, con los cuales hasta la muerte se quedaban, sin que le diesen batismo ni doctrina, porque della se tenía poco cuidado, como arriba queda tocado. Este rey Agueíbana era de muy humana y virtuosa condición y no menos su madre y padrastro, los cuales siempre le aconsejaban que fuese amigo de los cristianos. Y porque la negociación a que Juan Ponce iba era la que a todos los que a estas tierras vienen hace pasar acá, preguntoles luego dónde había minas de oro y si lo sacaban o sabían sacar. El cacique, con toda y larga voluntad, lo llevó consigo por la tierra y le mostró los ríos donde sabía que dello había mucha cantidad, ignorando el inocente que les descubría el cuchillo con que a él y a su reino y gentes dél habían de matar. Entre otros, le mostró y llevó a dos ríos muy ricos, de los cuales después se sacó mucha riqueza de oro; el uno se llamaba en aquella lengua Manatuabón, en la última el acento, y el otro Cebuco, la media luenga. En éstos hizo hacer catas Juan Ponce, con el buen aparejo que para ello llevaba, como no fuese para otro fin, de donde llevó una buena muestra de oro al Comendador Mayor. Dejó en la isla ciertos españoles muy encomendados al señor o cacique Agueíbana y a su madre, los cuales los tuvieron y trataron como si fueran sus hijos y de su misma gente y naturaleza, y estuvieron allí hasta que tornó más gente de españoles, para de propósito poblar y gozar del fin que todos acá traen, como más largo, placiendo a Dios, se referirá.

Libro III

Capítulo III

Del mal tratamiento que hacían los españoles a los indios

En este tiempo, ya los religiosos de Santo Domingo habían considerado la triste vida y aspérrimo cativerio que la gente natural desta isla padecía, y cómo se consumían, sin hacer caso dellos los españoles que los poseían más que si fueran unos animales sin provecho, después de muertos solamente pesándoles de que se les muriesen por la falta que en las minas del oro y en las otras granjerías les hacían; no por eso en los que les quedaban usaban de más compasión ni blandura, cerca del rigor y aspereza con que oprimir y fatigar y consumirlos solían. Y en todo esto había entre los españoles más y menos, porque unos eran crudelísimos, sin piedad ni misericordia, sólo teniendo respeto a hacerse ricos con la sangre de aquellos míseros; otros, menos crueles, y otros, es de creer que les debía doler la miseria y angustia dellos; pero todos, unos y otros, la salud y vidas y salvación de los tristes, tácita o expresamente, a sus intereses solos, particulares y temporales, posponían. No me acuerdo conocer hombre piadoso para con los indios, que se sirviesen dellos, sino sólo uno, que se llamó Pedro de la Rentería, del cual abajo, si place a Dios, habrá bien qué decir.

Así que, viendo y mirando y considerando los religiosos dichos, por muchos días, las obras que los españoles a los indios hacían y el ningún cuidado que de su salud corporal y espiritual tenían, y la inocencia, paciencia inestimable y mansedumbre de los indios, comenzaron a juntar el derecho con el hecho, como hombres de los espirituales y de días muy amigos, y a tratar entre sí de la fealdad y enormidad de tan nunca oída injusticia, diciendo así: «¿Estos no son hombres? ¿Con éstos no se deben guardar y cumplir los preceptos de caridad y de la justicia? ¿Estos no tenían sus tierras propias y sus señores y señoríos? ¿Estos hannos ofendido en algo? ¿La ley de Cristo, no somos obligados a predicársela y trabajar con toda diligencia de convertillos? Pues, ¿cómo siendo tantas y tan innumerables gentes las que había en esta isla, según nos dicen, han en tan breve tiempo, que es obra de quince o dieciséis años, tan cruelmente perecido?».

Allégase a esto que uno de los españoles que se habían hallado en hacer las matanzas y estragos crueles que se habían hecho en estas gentes, mató su mujer a puñaladas, por sospecha que della tuvo que le cometía adulterio, y ésta era de las principales señoras naturales de la provincia de la Vega, señora de mucha gente; éste anduvo por los montes tres o cuatro años, antes que la orden de Santo Domingo a esta isla viniese, por miedo de la justicia; el cual, sabida la llegada de la orden y el olor de santidad que de sí producía, vínose una noche a la casa que de paja habían dado a los religiosos, para en que se metiesen, y hecha relación de su vida, rogó con gran importunidad y perseverancia que le diesen el hábito de fraile lego, en el cual entendía, con el favor de Dios, de servir toda su vida. Diéronselo con caridad, por ver en él señales de conversión y detestación de la vida pasada y deseo de hacer penitencia, la cual después hizo grandísima, y al cabo tenemos por cierto que murió mártir, porque suele Dios en los grandes pecadores mostrar su inmensa misericordia, haciendo con ellos maravillas. De su martirio diremos abajo, si a Dios pluguiere que a su lugar lleguemos con vida, y será cuasi al cabo deste tercero libro.

Éste, que llamaron fray Juan Garcés y en el mundo Juan Garcés, asaz de mí conocido, descubrió a los religiosos muy en particular las execrables crueldades que él y todos los demás de estas inocentes gentes habían, en las guerras y en la paz, si alguna se pudiera paz decir, cometido, como testigo de vista. Los religiosos, asombrados de oír obras de humanidad y costumbre cristiana tan enemigas, cobraron mayor ánimo para impugnar el principio y medio y el fin de aquesta horrible y nueva manera de tiránica injusticia, y encendidos de calor y celo de la honra divina, y doliéndose de las injurias que contra su ley y mandamientos a Dios se hacían, de la infamia de su fe que entre aquestas naciones, por las dichas obras, hedía, y complaciéndose entrañablemente de la jactura de tan gran número de ánimas, sin haber quien se doliese ni hiciese cuenta dellas, cómo habían perecido y cada hora perecían, suplicando y encomendándose mucho a Dios, con continuas oraciones, ayunos y vigilias, les alumbrase para no errar en cosa que tanto iba, como quiera que se les representaba cuán nuevo y escandaloso había de ser despertar a personas que en tan profundo y abismal sueño y tan insensiblemente dormían; finalmente, habido su maduro y repetido muchas veces consejo, deliberaron de predicarlo en los púlpitos públicamente, y declarar el estado en que los pecadores nuestros que aquestas gentes tenían y oprimían estaban, y muriendo en él, donde al cabo de sus inhumanidades y cudicias a recebir su galardón iban.

Acuerdan todos los más letrados dellos, por orden del prudentísimo siervo de Dios, el padre fray Pedro de Córdoba, vicario dellos, el sermón primero que cerca de la materia predicarse debía, y firmáronlo todos de sus nombres, para que pareciese como no sólo del que lo hobiese de predicar, pero que de parecer y deliberación y consentimiento y aprobación de todos procedía; impuso, mandándolo por obediencia el dicho padre vicario, que predicase aquel sermón el principal predicador dellos después del dicho padre vicario, que se llamaba el padre fray Antón Montesino, que fue el segundo de los tres que trajeron la orden acá, según que arriba, en el libro II, capítulo 54, se dijo. Este padre fray Antón Montesino tenía gracia de predicar, era aspérrimo en reprender vicios, y sobre todo, en sus sermones y palabras muy colérico, eficacísimo, y así hacía, o se creía que hacía, en sus sermones mucho fruto. A éste, como a muy animoso, cometieron el primer sermón desta materia, tan nueva para los españoles desta isla, y la novedad no era otra sino afirmar que matar estas gentes era más pecado que matar chinches.

Y porque era tiempo del Adviento, acordaron que el sermón se predicase el cuarto domingo, cuando se canta el Evangelio donde refiere el Evangelista San Juan: «Enviaron los fariseos a preguntar a San Juan Bautista quién era, y respondioles: Ego vox clamantis in deserto». Y porque se hallase toda la ciudad de Santo Domingo al sermón, que ninguno faltase, al menos de los principales, convidaron al segundo Almirante, que gobernaba entonces esta isla, y a los oficiales del rey y a todos los letrados juristas que había, a cada uno en su casa, diciéndoles que el domingo en la iglesia mayor habría sermón suyo y querían hacerles saber cierta cosa que mucho tocaba a todos; que les rogaban se hallasen a oírlo. Todos concedieron de muy buena voluntad, lo uno por la gran reverencia que les hacían y estima que dellos tenían, por su virtud y estrechura en que vivían y rigor de religión; lo otro, por que cada uno deseaba ya oír aquello que tanto les habían dicho tocarles, lo cual, si ellos supieran antes, cierto es que no se les predicara, porque ni lo quisieran oír, ni predicar les dejaran.

Capítulo IV

De las predicaciones de los frailes sobre el buen tratamiento de los indios

Llegado el domingo y la hora de predicar, subió en el púlpito el susodicho padre fray Antón Montesino, y tomó por tema y fundamento de su sermón, que ya llevaba escrito y firmado de los demás: Ego vox clamantis in deserto. Hecha su introducción y dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo del Adviento, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles desta isla y la ceguedad en que vivían; con cuánto peligro andaban de su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zabullidos y en ellos morían. Luego torna sobre su tema, diciendo así: «Para os los dar a conocer me he sobido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto desta isla, y por tanto, conviene que con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír». Esta voz encareció por buen rato con palabras muy punitivas y terribles, que les hacía estremecer las carnes y que les parecía que ya estaban en el divino juicio. La voz, pues, en gran manera, en universal encarecida, declaroles cuál era o qué contenía en sí aquella voz: «Esta voz, dijo él, dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas; donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean batizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo».

Finalmente, de tal manera explicó la voz que antes había muy encarecido, que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido. Concluido su sermón, bájase del púlpito con la cabeza no muy baja, porque no era hombre que quisiese mostrar temor, así como no lo tenía, si se daba mucho por desagradar los oyentes, haciendo y diciendo lo que, según Dios, convenir le parecía; con su compañero vase a su casa pajiza, donde, por ventura, no tenían qué comer, sino caldo de berzas sin aceite, como algunas veces les acaecía. Él salido, queda la iglesia llena de murmuro, que, según yo creo, apenas dejaron acabar la misa. Puédese bien juzgar que no se leyó lección de Menosprecio del mundo a las mesas de todos aquel día. En acabando de comer, que no debiera ser muy gustosa la comida, júntase toda la ciudad en casa del Almirante (segundo en esta dignidad y real oficio, D. Diego Colón, hijo del primero que descubrió estas Indias), en especial los oficiales del Rey, tesorero y contador, factor y veedor, y acuerdan de ir a reprender y asombrar al predicador y a los demás, si no lo castigaban como a hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída, condenando a todos, y que había dicho contra el rey y su señorío que tenía en estas Indias, afirmando que no podían tener los indios, dándoselos el rey, y éstas eran cosas gravísimas e irremisibles.

Llaman a la portería, abre el portero, dícenle que llame al vicario, y a aquel fraile que había predicado tan grandes desvaríos; sale solo el vicario, venerable padre, fray Pedro de Córdoba; dícenle con más imperio que humildad que haga llamar al que había predicado. Responde, como era prudentísimo, que no había necesidad: que si su señoría y mercedes mandaban algo, que él era primado de aquellos religiosos y él respondería. Porfían mucho con él que lo hiciese llamar; él, con gran prudencia y autoridad, con palabras muy modestas y graves, como era su costumbre hablar, se excusaba y evadía. Finalmente, porque lo había dotado la divina Providencia, entre otras virtudes naturales y adquísitas, era de persona tan venerable y tan religiosa, que mostraba con su presencia ser de toda reverencia digno; viendo el Almirante y los demás que por razones y palabras de mucha autoridad el padre vicario no se persuadía, comenzaron a blandear humillándose, y ruéganle que lo mande llamar, porque, él presente, les quieren hablar y preguntarles cómo y en qué se fundaban para determinarse a predicar una cosa tan nueva y tan perjudicial, en deservicio del Rey y daño de todos los vecinos de aquella ciudad y de toda esta isla.

Viendo el santo varón que llevaban otro camino e iban templando el brío con que habían venido, mandó llamar al dicho padre fray Antón Montesino, el cual maldito el miedo con que vino. Sentados todos, propone primero el Almirante por sí y por todos su querella, diciendo que cómo aquel padre había sido osado a predicar cosas en tan gran deservicio del rey y daño de toda aquella tierra, afirmando que no podían tener los indios, dándoselos el rey, que era señor de todas las Indias, en especial habiendo ganado los españoles aquellas islas con muchos trabajos y sojuzgado los infieles que las tenían; y porque aquel sermón había sido tan escandaloso y en tan gran deservicio del rey y perjudicial a todos los vecinos desta isla, que determinasen que aquel padre se desdijese de todo lo que había dicho; donde no, que ellos entendían poner el remedio que conviniese. El padre vicario respondió que lo que había predicado aquel padre había sido de parecer, voluntad y consentimiento suyo y de todos, después de muy bien mirado y conferido entre ellos, y con mucho consejo y madura deliberación se habían determinado que se predicase como verdad evangélica y cosa necesaria a la salvación de todos los españoles y los indios desta isla, que vían perecer cada día, sin tener dellos más cuidado que si fueran bestias del campo; a lo cual eran obligados de precepto divino por la profesión que habían hecho en el batismo, primero, de cristianos, y después, de ser frailes predicadores de la verdad, en lo cual no entendían deservir al rey, que acá los había enviado a predicar lo que sintiesen que debían predicar necesario a las ánimas, sino serville con toda fidelidad, y que tenían por cierto que, desque Su Alteza fuese bien informado de lo que acá pasaba y lo que sobre ella habían ellos predicado, se ternía por bien servido y les daba las gracias.

Poco aprovechó la habla y razones della, que el santo varón dio en justificación del sermón, para satisfacellos y aplacallos del alteración que habían recebido en oír que no podían tener los indios, como los tenían, tiranizados, porque no era camino aquello para que su codicia se hartase; porque, quitados los indios, de todos sus deseos y sospiros quedaban defraudados; y así, cada uno de los que allí estaban, mayormente los principales, decía, enderezado al propósito, lo que se le antojaba. Convenían todos en que aquel padre se desdijese el domingo siguiente de lo que había predicado, y llegaron a tanta ceguedad, que les dijeron, si no lo hacían, que aparejasen sus pajuelas para se ir a embarcar e ir a España. Respondió el padre vicario: «Por cierto, señores, en eso podremos tener harto de poco trabajo». Y así era, cierto, porque sus alhajas no eran sino los hábitos de jerga muy basta que tenían vestidos, y unas mantas de la misma jerga con que se cobrían de noche; las camas eran unas varas puestas sobre unas horquetas que llaman cadalechos, y sobre ellas unos manojos de paja; lo que tocaba al recaudo de la misa y algunos librillos, que pudiera quizá caber todo en dos arcas.

Viendo en cuán poco tenían los siervos de Dios todas las especies que les ponían delante de amenazas, tornaron a blandear, como rogándoles que tornasen a mirar en ello, y que bien mirado, en otro sermón lo que se había dicho se moderase para satisfacer al pueblo, que había sido y estaba en grande manera escandalizado. Finalmente, insistiendo mucho en que para el primer sermón lo predicado se moderase y satisfaciese al pueblo, concedieron los padres, por despedirse ya dellos y dar fin a sus frívolas importunidades, que fuese así en buena hora, que el mismo padre fray Antón Montesino tornaría el domingo siguiente a predicar y tornaría a la materia y diría sobre lo que había predicado lo que mejor le pareciese y, en cuanto pudiese, trabajaría de los satisfacer, y todo lo dicho declarárselo68; esto así concertado, fuéronse alegres con esta esperanza.

Capítulo V

Que trata de la misma materia

Publicaron ellos luego, o dellos algunos, que dejaban concertado con el vicario y con los demás, que el domingo siguiente de todo lo dicho se había de desdecir aquel fraile; y para oír aqueste sermón segundo no fue menester convidallos, porque no quedó persona en toda la ciudad que en la iglesia no se hallase, unos a otros convidándose que se fuesen a oír aquel fraile, que se había de desdecir de todo lo que había dicho el domingo pasado. Llegada la hora del sermón, subido en el púlpito, el tema que para fundamento de su retratación y desdecimiento se halló, fue una sentencia del Santo Job, en el capítulo 36, que comienza: Repetam scientiam meam a principio et sermones meos sine mendatio esse probabo: «Tornaré a referir desde su principio mi ciencia y verdad, que el domingo pasado os prediqué y aquellas mis palabras, que así os amargaron, mostraré ser verdaderas». Oído este su tema, ya vieron luego los más avisados adónde iba a parar, y fue harto sufrimiento dejalle de allí pasar. Comenzó a fundar su sermón y a referir todo lo que en el sermón pasado había predicado y a corroborar con más razones y autoridades lo que afirmó de tener injusta y tiránicamente aquellas gentes opresas y fatigadas, tornando a repetir su ciencia, que tuviesen por cierto no poderse salvar en aquel estado; por eso, que con tiempo se remediasen, haciéndoles saber que a hombre dellos no confesarían, más que a los que andaban salteando, y aquello publicasen y escribiesen a quien quisiesen a Castilla; en todo lo cual tenían por cierto que servían a Dios y no chico servicio hacían al rey. Acabado su sermón, fuese a su casa, y todo el pueblo en la iglesia quedó alborotado, gruñendo y muy peor que antes indignado contra los frailes, hallándose, de la vana e inicua esperanza que tuvieron que se había de retractar de lo dicho, defraudados, como si ya que el fraile se desdijera, la ley de Dios, contra la cual ellos hacían en oprimir y extirpar estas gentes, mudara.

Peligrosa cosa es y digna de llorar mucho de los hombres que están en pecados, mayormente los que con robos y daños de sus prójimos han subido a mayor estado del que nunca tuvieron, porque más duro les parece, y aun lo es, decaer dél, que echarse de grandes barrancos abajo; yo añido que es imposible dejallos por vía humana, si Dios no hace grande milagro; de aquí es tener por muy áspero y abominable oírse reprender en los púlpitos, porque mientras no lo oyen, paréceles que Dios está descuidado y que la ley divina es revocada, porque los predicadores callan. Desta insensibilidad, peligro y obstinación y malicia, más que en otra parte del mundo ni género de gente consumada, tenemos ejemplos sin número y experiencia ocular en estas nuestras Indias padecer cada día la gente de nuestra España.

Tornando al propósito, salidos de la iglesia furibundos e idos a comer, tuvieron la comida no muy sabrosa, sino, según que yo creo, más que amarga. No curan más de los frailes, porque ya tenían entendido que hablar en esto con ellos les aprovecha nada. Acuerdan, con efecto, escribille al rey en las primeras naos cómo aquellos frailes que a esta isla habían venido, habían escandalizado al mundo sembrando doctrina nueva, condenándolos a todos para el infierno, porque tenían los indios y se servían dellos en las minas y los otros trabajos, contra lo que Su Alteza tenía ordenado; y que no era otra cosa su predicación, sino quitalle el señorío y las rentas que tenía en estas partes. Estas cartas, llegadas a la corte, toda la alborotaron; escribe el Rey y envió a llamar al provincial de Castilla, que era el perlado de los que acá estaban, porque aún no era esto provincia por sí, quejándose de sus frailes que acá había enviado, que le habían mucho deservido en predicar cosas contra su estado y con alboroto y escándalo de toda la tierra grande69; que luego lo remediase, si no, que él lo mandaría remediar. Veis aquí cuán fáciles son los reyes de engañar y cuán infelices se hacen los reinos por información de los malos y cómo se oprime y entierra, que no suene ni respire, la verdad.

Las cartas de más eficacia que a Castilla y al Rey llegaron fueron las del tesorero Miguel de Pasamonte, de quien arriba en el libro II hablamos, por tener con el Rey grande autoridad, y ser Lope Conchillos, secretario, ambos aragoneses, y el rey viejo y cansado, calidades que, para que el rey entendiese la verdad, no poco desayudaban. Enviadas las cartas, proveyeron de otra industria harto eficaz para contra los frailes, y ésta fue la que los demonios tienen muy usada para que su reino prevalezca y el de Cristo y la verdad, que es los niervos que lo sustentan, estén siempre combatidos y amortiguados y anden bambaleándose; y para esto, por ministros de sus maldades, aunque con especie de bien y bondad70, trabaja con todo su poder de poner personas espirituales, porque tomar los malos y de vida depravada fácil cosa sería las cautelas y maldades artificiosas que para salir con su propósito emprende entendérselas y desbaratárselas71.

Ya se dijo arriba, en el libro II, capítulo 3, cómo en el año de quinientos dos vinieron a esta isla ciertos buenos religiosos de la orden de San Francisco, cuyo perlado y caudillo era un padre de presencia y religión harto venerable, llamado fray Alonso del Espinal; éste, como se dijo, era ocioso y virtuoso religioso, pero no letrado más de saber lo que comúnmente muchos religiosos saben, y todo su estudio era leer en la Summa angélica para confesar. A este venerable padre persuadieron todos los próceres de la ciudad que fuese a Castilla por ellos, para hablar y dar a entender al Rey lo que los frailes dominicos habían predicado contra lo que el Rey tenía ordenado de tener los indios, y que, teniéndolos, la isla estaba poblada de españoles y se sacaba el oro y a Sus Altezas las rentas se enviaban, y que de otra manera la tierra no se podía sustentar; y que esto había causado grande escándalo y alboroto en toda la isla e inquietud de las conciencias, y suplicase a Su Alteza por todos ellos lo mandar remediar, y otras muchas cosas, cuantas vieron que para la perseverancia de sus tiranías les podría aprovechar. Finalmente, trabajaron enviar frailes contra frailes, por meter el juego, como dicen, a barato.

El bueno del padre francisco, fray Alonso del Espinal, con su ignorancia no chica, aceptó el cargo de la embajada, no advirtiendo que lo enviaban a detener en cativerio e injusta servidumbre, en la cual era cierto perecer, tantos millares y cuentos de hombres, prójimos inocentes, como habían perecido, y al cabo fenecieron sin quedar uno ni ninguno, como abajo parecerá; en lo cual pecaban mortalísimamente, y eran obligados in solidum de todos los daños y de lo que con esta tiranía adquirirían, a total restitución. No sé yo cómo la ignorancia del padre dicho lo podrá excusar de no ser partícipe de todos aquellos tan calificados pecados mortales. No osaré afirmar que lo que aquí diré ayudase a aceptar tal cargo, y esto fue que en los repartimientos de los pasados, dieron uno a lo menos, y yo lo sé, al monesterio de San Francisco de la ciudad de la Concepción, en la Vega, para con que se mantuviesen los religiosos que allí moraban, y creo, que pues al de la Concepción lo daban, que lo debieran de dar al monesterio de la ciudad de Santo Domingo, porque estos dos monesterios había de San Francisco en esta isla; otra casa hobo en la villa de Jaraguá, pero no tenía sino dos o tres o cuatro frailes, y por eso no debieron de dalles indios.

Del repartimiento de indios que yo sé que dieron al monesterio de la Vega, no lo daban a los mismos frailes (lo cual aun fuera mejor para los indios, porque los trataran los religiosos con más piedad), sino que los daban a un vecino español del pueblo para que se aprovechase dellos y enviase a los frailes él la comida de cada día. Enviábales pan cazabí y ajes, que son otras raíces, y carne de puerco (que todo era lacería, porque ni pan de trigo, ni vino, si no era para las misas, ni lo comían, ni bebían, ni lo vían) a seis o ocho frailes que había, y no creo que llegaban a ocho, y echaba el vecino los indios a las minas, y era voz y fama muy clara que le cogían cada demora, que duraba ocho o diez meses, cinco mil castellanos o pesos de oro de las minas, y por ventura tenía más de otras granjerías. Por manera que, por título que daba de comer a los frailes, perecían los desventurados de los indios, como los demás, en las minas y en las otras granjerías. También fue aquesta no chica ceguedad de aquellos religiosos, aunque buenos, cierto, no caer en el gran peligro y daño que incurrían, pues, aunque no era cuasi nada de valor lo que a ellos en aquella comida se les recrecía, todavía morían los indios teniéndolos aquél con su título, y así digo que no sé si con la simplicidad de aquel padre, perlado de todos ellos, aquello de tener con nombre de San Francisco de aquella manera aquellos indios, para que aceptase la embajada por los españoles contra los indios y contra los frailes de Santo Domingo, algún más motivo. Y lo que yo creo por cierto es que todo lo que aquel padre hizo y hacía, era con simplicidad e ignorancia, no advirtiendo en la maldad e iniquidad que el mensaje y cargo que sobre sí tomaba contenía, y afirmo que de su bondad y religión nunca duda tuve, porque él de mí y yo dél teníamos y tuvimos mucha noticia.

Allegado el tiempo de la partida, no tuvo necesidad de andar con el alforja a mendigar las cosas que había menester para su matalotaje, porque a él se lo aparejaron tal, que si el mismo rey se hobiera de embarcar no lo fuera más, y quizá ni tan proveído ni tan abundantemente aparejado, porque pensaban y esperaban todos que por él habían de ser redimidos y remediados; y el remedio era persuadir al Rey que les dejase los indios en sus repartimientos, sin que ninguno les fuese a la mano hasta acaballos, como los acabaron. Escribieron todos en su favor, haciéndolo ya santo canonizado, a quien Su Alteza podía dar todo el crédito que un santo, y tan experimentado de los dominicos, que no sabían lo que se decían, que ayer habían venido y de los indios ni de la tierra tenían experiencia de nada. Todo su bien y negocio creían que pendía de acreditar al padre fray Alonso del Espinal y desacreditar los dominicos, que contra sus pecados habían predicado. Escribieron al obispo de Burgos, don Juan de Fonseca, y a Lope Conchillos, secretario, que todo lo gobernaban, en favor del dicho padre, y al camarero Juan Cabrero, aragonés, del Rey muy privado, y a todos los demás que sabían para con el Rey poder ayudalle, y a los del Consejo Real, que para en las cosas de las Indias se juntaban, porque no había entonces Consejo de las Indias formado y del Consejo Real apartado.

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