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TLAHUIKAYOTL

domingo, 25 de octubre de 2009

Historia de las indias – Parte 4 -

Capítulo VI

De los frailes que vinieron a dar cuenta al rey de lo que pasaba en Santo Domingo

Viendo los de Santo Domingo la diligencia y orgullo que toda la ciudad traía en enviar al padre fray Alonso del Espinal a Castilla, para excusar las excusaciones de sus pecados y a ellos culpallos, trataron en su acuerdo (bien creo yo, cierto, que no sin muchas y afectuosas oraciones y lágrimas) que qué harían sobre este caso no poco arduo. Deliberaron al cabo que fuese también a Castilla el mismo padre fray Antón Montesino, que lo había predicado, porque era hombre, como se diz, de letras, y en las cosas agibles experimentado y de gran ánimo y eficacia, para que volviese por sí y por ellos se diese cuenta y razón de su sermón y de las razones que los habían movido a determinarse de predicarlo. Esto determinado, salieron a pedir limosna por el pueblo para la comida de su viaje; bien pueden creer todos los que esto leyeren que no se le guisó tan presto como al dicho padre, y que algunos baldones recibirían de algunos desconcienciados, aunque según la santidad con que vivían y dellos por la ciudad era clara, eran en gran manera reverenciados. Y finalmente, no faltaron algunas personas cuerdas y timoratas que les ayudaron para que el padre fray Antón Montesino llevase qué comer para su viaje. Partidos los padres sobredichos, cada uno en su navío, el uno con todo el favor del mundo que por hombres se le podía dar, y el otro desfavorecido de todos, pero puesta su confianza en Dios, por las oraciones de los que acá quedaban, llegaron a Castilla sanos y salvos, y de allí fuéronse cada uno por su camino a la corte; bien es de creer que primero fue cada uno a dar cuenta a los perlados de su orden de su venida y negociación. Y como el Rey había mandado llamar al provincial de Castilla, y se le quejó de los frailes que había enviado a esta isla de haber predicado cosas contra su servicio y en escándalo de la tierra, encargándole que lo remediase, como se dijo, luego el provincial escribió al vicario fray Pedro de Córdoba y a todos cómo el Rey estaba informado contra ellos, haber predicado cosas contra su servicio y muy escandalosas; que mirasen bien lo que habían dicho, y que si eran cosas que convenía retractarse, lo hiciesen, por que cesase tan grande escándalo como en el Rey y en la corte se había engendrado, diciendo primero que estaba maravillado haber ellos afirmado cosa en el púlpito que no fuese digna de sus letras y prudencia y hábito. Finalmente, la carta del provincial fue prudentemente moderada, por la mucha confianza que tenía en la prudencia, religión y letras del dicho padre fray Pedro de Córdoba y de los demás religiosos que con él estaban, según el Rey había mostrado estar indignado por las informaciones que le habían hecho los de acá por sus sacrílegas cartas.

Llegado el padre francisco fray Alonso del Espinal a la corte y entrado en palacio, recibiole el Rey como si fuera el ángel San Miguel que Dios le enviara, por la gran estima que dél tenía ya el Rey, y por las cartas que de acá se le habían enviado, y el secretario Conchillos y el obispo de Burgos quizá le habían encarecido su persona y autoridad; mandole el Rey traer silla y que se asentase, y, asentado, créese que favoreció la parte izquierda de los que lo enviaban contra los frailes dominicos y contra los indios desdichados; y la razón que para esto se puede traer es porque ni el Rey le mandara sentar, ni desde allí fuera de todos tan venerado y aun celebrado, porque siempre que venía a hablar al Rey le traían silla y el Rey le mandaba sentar; mandó asimismo que siempre se hallase en los Consejos, cada y cuando desta materia de los indios se tratase. Conocido el favor que el Rey le daba por todos los de palacio y los de fuera de palacio, y que traían tan justa demanda, conviene a saber, que los indios sirviesen a los españoles y se sacase el oro de las minas y desta isla a España las riquezas se derivasen, no había puerta cerrada ni otro algún obstáculo para que las veces que quisiese hablar al Rey no hablase, ni reverencia, ni besar de las manos y del hábito que por toda la corte no le sobrase.

Llegó después a la corte, algunos días, cuando pudo, el padre dominico fray Antón Montesino, y sabido por todos que venía en contrario del padre francisco, afirmando que no podían tener los indios, por ser contra razón y ley divina y violarse la natural justicia, todos lo aborrecían o al menos desfavorecían y hablaban dél como de inventor de novedades y escandalosa y aun algunos de los favorecidos y que por teólogos y predicadores del Rey se tenían, presumieron de le decir palabras harto soberbias y descomedidas. Llegaba a la puerta de la cámara del Rey, por hablarle y darle cuenta y relación de lo que había predicado y de la ceguedad y crueldad que cerca de la injusta servidumbre y perdimiento que los indios padecían y la multitud que dellos en tan poco tiempo habían perecido, y en llegando a la puerta, dábale el portero con la puerta en los ojos, y, con palabras no muy modestas, diciendo que no podía hablar al Rey, lo despedía.

Esta es averiguada costumbre del mundo, y aun regla general que Dios en todo él tiene, o permitida o establecida, conviene a saber, que todos aquellos que pretenden seguir y defender la verdad y la justicia sean desfavorecidos, corridos, perseguidos y mal oídos y como desvariados y atrevidos y monstruos, entre los otros hombres tenidos, mayormente donde interviene pelea de arraigados vicios; y la más dura suele ser la que impugna el avaricia y cudicia, y, sobre todas, la que no puede sufrirse como terribilísima, si se le allega resistencia de tiranía. Por el contrario, los que dan favor directe o indirecte, o por ignorancia y simplicidad, o por agradar con buen o mal intento, o también, quizá, por su gran malicia, a los negocios temporales y útiles que los hombres pretenden para su crecimiento, según lo que ellos en sí imaginan, puesto que rebosan de falsedad y de injusticia, manifiesto es a todos, sin que se produzcan testigos, cuánta parte suelen tener en todo lugar y entre todas personas grandes y chicas, cuán estimados, cuán honrados y venerados, cuán tenidos por cuerdos y prudentes; de lo cual se podrán traer y colegir muchos ejemplos asaz claros en esta Historia de las Indias.

Tornando al hilo, andando el dicho padre fray Antón Montesino muy afligido y corrido, y así desechado de todos, como he dicho, principalmente de no poder hablar al Rey, llegose un día a la puerta de la cámara del Rey, a rogar al portero que lo dejase entrar como entraban otras personas, porque tenía cosas que informalle que tocaban mucho a su servicio; pero el portero, lo que las otras veces solía hacer con él hizo, el cual, como abriese a otro la puerta, no cuidando que el religioso a tanto se atrevería, descuidado un poquito, el padre fray Antoño y su compañero, que era un fraile lego, religioso bueno, con gran ímpetu entran dentro de la puerta en la cámara del Rey, a pesar del portero, donde se hallaron cuasi junto al estrado del Rey. Dijo luego el padre Montesinos: «Señor, suplico a Vuestra Alteza que tenga por bien de me dar audiencia, porque lo que tengo que decir son cosas muy importantes a vuestro servicio». El Rey benignamente le respondió: «Decid, padre, lo que quisierdes». Llevaba el dicho padre un pliego de papel, escrito por capítulos, de las crueldades en particular que se habían hecho, en las guerras y fuera dellas, en los indios vecinos desta isla, que había bien visto y halládose en ellas el fraile que dejimos arriba, que de los pecadores que las habían perpetrado había el hábito de fraile lego recibido. Llevaba también por memoria en su pliego los tratamientos que, después de los estragos de las guerras, en el servicio y trabajos de las minas y en los demás les hacían. Hincose, pues, de rodillas el padre fray Antoño ante los pies del Rey y saca su memorial y comiénzalo a leer y refiere cómo los indios, estando en sus casas y tierras sin ofender a ninguno desta vida, entraban los españoles y les tomaban las mujeres y las hijas y los hijos, para servirse dellos, y a ellos llévanlos cargados con sus camas y haciendas, haciéndoles otros muchos agravios y violencias, las cuales, no pudiéndolas sufrir, huíanse a los montes, y cuando podían haber algún español descuidado, matábanlo como a capital y verdadero enemigo; iban luego a hacelles guerra, y para metelles el temor en el cuerpo hacían de ellos, desnudos en cueros y sin armas ofensivas y defensivas, estragos nunca oídos, cortándolos por medio, haciendo apuestas sobre quién le cortaba la cabeza de un piquete, quemándolos vivos y otras crueldades exquisitas; entre otras, le dijo que burlando unos españoles entre sí, estando cabe un río, tomó uno dellos un niño, de obra de un año o dos, y echolo por encima de los hombros en el río, y porque el niño no se sumió luego, sino que estuvo encima del agua un poquito, volvió la cabeza y dijo: «¿Aún bullís, cuerpo de tal, bullís?». Dijo el rey: «¿Eso es posible?». Respondió el religioso: «Antes es necesario72, porque pasó así, y no puede dejar de ser hecho; pero como Vuestra Alteza es piadoso y clemente, no se le parece que haya hombre que tal pudiese hacer. ¿Vuestra Alteza, manda hacer esto?, bien soy cierto que no lo manda». Dijo el rey: «No, por Dios, ni tal mande en mi vida».

Acabados los estragos y matanzas de las guerras, refiere las crueldades de los repartimientos y tratamientos que se hacían en las ánimas, y los otros trabajos, las faltas de los mantenimientos y olvido de la salud corporal, ni cura en sus enfermedades; de cómo las mujeres que se sentían preñadas tomaban hierbas para echar muertas las criaturas, por no vellas o dejallas en aquellos infernales trabajos; el ningún cuidado de dalles algún conocimiento de Dios, ni consideración de las ánimas, más que si sirvieran de animales.

Leído su memorial, y él algo lastimado y enternecido de oír cosas tan inhumanas, suplicole que se apiadase de aquestas gentes, y mandase poner el remedio necesario antes que del todo se acabasen. El Rey dijo que le placía y mandaría entender con diligencia luego en ello; y así, el padre fray Antoño se levantó, y besadas al Rey las manos, se salió, habiendo aquel día, a pesar del portero, bien negociado.

[...]

Capítulo XIII

De una ordenanza que hizo la reina doña Juana para la Española

Por estos pareceres destos letrados y predicadores y otros que se pidieron a los españoles que a la sazón estaban en la corte, y la suma diligencia que éstos tuvieron, informando cada día y cada hora a los del Consejo y a los demás que entraban en las juntas que se hacían, como frailes teólogos, conviene a saber, de Santo Domingo, acordaron los del Consejo que para ello el Rey mandaba entrar de hacer leyes, supuesto y determinado ya, como fundamento, que los indios convenía que estuviesen repartidos, para que fuesen convertidos y bien tratados, ignorando que la raíz de la llaga mortal que mataba a los indios e impedía que fuesen doctrinados y conociesen a su Dios verdadero era tenerlos los españoles repartidos, y que, aquesto supuesto, ninguna ley, ninguna moderación, ningún remedio bastaba ni se podía poner para que no muriesen, y la isla, como se despobló, se yermase. Y estas leyes fueron generales para todas estas islas y tierra firme, aunque no había españoles sino en esta Española y San Juan y la de Jamaica, pero a todas las demás, con tierra firme, parece que por ellas ya condenaban, suponiendo que todos los vecinos naturales dellas habían de ser repartidos y a los españoles encomendados.

Destas leyes, que fueron treinta y tantas, para que en breve digamos sus calidades, unas fueron, y todas las más, inicuas y crueles y contra ley natural tiránicas, que con ninguna razón, ni color, ni ficción pudieron ser por alguna manera excusadas; otras fueron imposibles, y otras irracionales y peores que barbáricas; finalmente, no fueron leyes del Rey, antes fueron de los dichos seglares, enemigos capitales, como se ha dicho, de los inocentísimos indios, que a la sazón en la corte, negociando el cativerio, la perdición y vastación73 de los tristes indefensos estaban. Esto por ellas mismas se conocerá; y comenzando por el prólogo, se adivinará sin trabajo en qué reputación y estima pusieran aquellos buenos cristianos a los indios ante el rey. Comienza, pues, el prologo así:

«Doña Juana, por la gracia de Dios, reina de Castilla, etc. Por cuanto el Rey, mi señor y padre, y la Reina, mi señora madre (que haya santa gloria), siempre tuvieron mucha voluntad que los caciques e indios de la isla Española viniesen en conocimiento de nuestra santa fe católica, y para ello mandaron hacer y se hicieron algunas ordenanzas, así por Sus Altezas como por su mandado, el comendador Bobadilla y el comendador de Alcántara, gobernadores que fueron de la dicha isla Española, y después don Diego Colón, nuestro Almirante, visorrey y gobernador della, y nuestros oficiales que allí residen; y según se ha visto por luenga experiencia, diz que todo no basta para que los dichos caciques e indios tengan el conocimiento de nuestra fe que sería necesario para su salvación, porque de su natural son inclinados a ociosidad y malos vicios, de que Nuestro Señor es deservido y no ha ninguna manera de virtud ni doctrina, y el principal estorbo que tienen para no se enmendar de sus vicios es que la doctrina no les aproveche ni en ellos impriman ni la tomen, es tener sus asientos y estancias tan lejos como las tienen y apartados de los lugares donde viven los españoles que de acá han ido y van a poblar a la dicha isla; porque, puesto que al tiempo que los que vienen a servir los doctrinan y enseñan las cosas de nuestra fe, como después de haber servido se vuelven a sus estancias, con estar apartados y la mala intinción que tienen, olvidan luego todo lo que les han enseñado y tornan a su acostumbrada ociosidad y vicios, y cuando otra vez vuelven a servir, están tan nuevos en la doctrina como de primero, porque aunque el español que va con ellos a sus asientos, conforme lo que allá está asentado y ordenado, se lo trae a la memoria y los reprende, como no le tienen temor no aprovecha, y responden que los deje holgar, pues para aquello van a los dichos asientos, y todo su fin y deseo es tener libertad para hacer de sí lo que les viene a la voluntad, sin haber respeto a ninguna cosa de virtud; y viendo que esto es tan contrario a nuestra fe, y cuánto somos obligados a que por todas vías y maneras que ser pueda se busque algún remedio, platicado con el Rey, mi señor y padre, por algunos de mi Consejo y personas de buena vida y letras y conciencia, habida información de otros que habían mucha noticia y experiencia de las cosas de la dicha isla y de la vida y manera de los dichos indios, pareció que lo más provechoso que al presente se podría proveer, sería mandar las estancias de los caciques e indios cerca de los lugares y pueblos de los españoles, por muchas consideraciones: porque por la conversación continua que con ellos ternán, como con ir a las iglesias los días de fiesta a oír misa y los oficios divinos, y ver cómo los españoles lo hacen, y con el aparejo y cuidado que, teniéndolos junto consigo, ternán de les mostrar e industriar en las cosas de nuestra santa fe, es claro que más pronto las aprenderán, y después de aprendidas, no las olvidarán como agora; y si algún indio adoleciere, sería brevemente socorrido y curado, y se dará vida, con ayuda de Nuestro Señor, a muchos que por no saber dellos y por no curarlos mueren, y a todos se les excusará el trabajo de las idas y venidas, que como son lejos sus estancias de los pueblos de los españoles, les será harto alivio, y no morirán los que mueren en los caminos, así por enfermedades como por falta de mantenimiento, y los tales no pueden recibir los sacramentos que como cristianos son obligados, según se les darán adoleciendo en los dichos pueblos, los niños que nacerán serán luego batizados, y todos servirán con menos trabajo y a más provecho de los españoles, por estar más continuo en sus casas, y los visitadores que tuvieren cargo de los visitar los visitarán mejor y más a menudo, y les harán proveer de todo lo que les falta, y no darán lugar que les tomen sus mujeres e hijas, como lo hacen estando en los dichos sus asientos apartados, y cesarán otros muchos males y daños que a los dichos indios les hacen por estar apartados, que porque allá son manifiestos aquí no se dicen, y se les seguirán otros muchos provechos, así para la salvación de sus ánimas como para el pro y utilidad de sus personas y conservación de sus vidas, por las cuales cosas y por otras muchas que a este propósito se podrían decir, fue acordado que para el bien y remedio de todo lo susodicho sean luego traídos los dichos caciques e indios cerca de los lugares y pueblos de los dichos españoles que hay en la dicha isla, y para que allí sean tratados e industriados y mirados, como es razón y siempre lo deseamos, mando que de aquí adelante se guarde y cumpla lo que adelante será contenido en esta guisa». Este fue el prólogo de las dichas Leyes.

Agora será bien declarar algunas de las grandes falsedades, mentiras y testimonios que supone este prólogo, por la maldad y ansia de tiranía de los que a la sazón desta isla estaban en la corte, que informaban falsamente al Rey y a los del Consejo, y que en él entraban, de cuanto podían fingir de males contra los indios, alegando también necesidades en ellos, para no sólo tenerlos repartidos como de antes, pero tenerlos más cerca y más a la mano, y servirse dellos sin que cosa les estorbase. Esto urdieron y acabaron que fuese lo primero que el Rey ordenase, conviene a saber: que se sacasen de su naturaleza y pueblos donde habían nacido y criádose con todos sus linajes, desde quizá millares de años atrás, y se trujesen cerca de los pueblos de los españoles, donde un día ni hora resollasen, antes con esta mudanza los acabaron.

Y ésta es y ha sido regla general e infalible, que en sacando o mudando estas gentes de donde nacieron y se criaron a otra parte, por poca distancia que sea, luego enferman y pocos son los que de la muerte se escapan; la razón que nos parece ser desto causa es la delicadeza de sus cuerpos y complisión delicada, ser de muy poco comer y andar desnudos en muchas partes y otras cubiertos con sola una manta de algodón; por manera que, mudándose de un asiento a otro, por poca diferencia que la región en la tierra o en los aires haga, o en las aguas, fácilmente les son los cuerpos transmudados y el armonía de los humores desproporcionada. Lo mismo les han causado los trabajos, porque acostumbrados todos a poco trabajar, por tener las tierras tan fértiles y abundantes para haber dellas fácilmente lo a la vida necesario, puestos en tan exorbitantes y desproporcionados trabajos, de necesidad les era imposible mucho tiempo en ellos durar; y ésta ha sido, de su tan breve y lamentable acabamiento la causa, allende que, como arriba hemos dicho alguna vez o veces, son por la mayor parte de miembros delicados, aun los labradores y plebeyos dellos, que no parecen sino hijos de príncipes criados en todo regalo, y esto también debe proceder de la susodicha causa.

Capítulo XIV

En el cual se prosigue la declaración de algunos puntos del prólogo de las leyes

Parece la falsedad del supuesto del prólogo y la maldad de los que informaron al Rey y a los que había el Rey mandado que del remedio de los indios tratasen, lo primero en darle a entender que el comendador Bobadilla hobiese hecho ordenanzas para que estas pobres gentes viniesen en conocimiento de Dios. Este remedio y ordenanzas del comendador Bobadilla, para que viniesen en conocimiento de Dios, véase arriba en el precedente libro, capítulo 1, y las que el comendador mayor de Alcántara constituyó, en el capítulo 12 y los siguientes, y por todos los años, ocho y algo más, de su gobernación donde queda bien a la larga, con verdad, explicado. Ya dejimos y certificamos arriba, en aquellos dichos lugares, que por aquellos tiempos no hobo más memoria de enseñar estas gentes en las cosas de la fe ni de su salvación verdaderamente, que si fueran perros o gatos, porque no hervía en los seglares otra solicitud ni otro cuidado, sino solamente de los trabajos y sudores y vidas de los indios aprovecharse por todas las vías y maneras que ellos podían alcanzar; y como no había religiosos y los de San Francisco que vinieron a esta isla el año de mil quinientos y dos, como ya se refirió, eran pocos, y aun para decir verdad, tampoco tuvieron ese cuidado, de todo remedio espiritual quedaron los indios desmamparados; pues hablar en clérigos, como no pasen acá sino con el fin de los seglares, y pluguiese a Dios que con solo aquesto el negocio pasase, no es menester gastar tiempo en balde. Las ordenanzas del Almirante segundo, D. Diego Colón, y de los oficiales no fueron otras sino llevar adelante la servidumbre tiránica comenzada y arraigada, en que perecían cada día estas gentes desventuradas, sin que uno ni ninguno se doliese dellos ni en su perdición, sino sólo en lo que se les disminuía de ganancia temporal, por su muerte, mirase74.

Veis aquí el fundamento sobre que estribó el prólogo de las leyes, que el Rey, para que los indios fuesen cristianos, hacer mandó. Y que diga luego allí que según se ha visto por luenga experiencia, que todo lo proveído por los susodichos no bastaba para que los dichos caciques e indios tengan el conocimiento de nuestra fe que necesario era para su salvación, porque de su natural eran inclinados a ociosidad y malos vicios, etc. Pluguiera a Dios que no los tuvieran peores los españoles, dejada la fe aparte, la cual aun ellos, con su mala vida y ejemplos corruptísimos, infamaban, y ofendían más a Dios con ellos75 y con su ociosidad, que los indios a quien ellos tan falsa y perniciosamente infamaban.

Es otra cosa aquí de notar, conviene a saber: la ceguedad de los del Consejo del Rey y de los teólogos que para esto se juntaban, mucho más que76 no advirtiesen a considerar, que aunque presupusieran por verdad (lo cual fue malvada falsedad) que los españoles tenían cuidado de doctrinar a los indios, ¿qué doctrina podían dar hombres seglares y mundanos, idiotas y que apenas, comúnmente y por la mayor parte, se saben santiguar, a infieles de lengua diversísima de la castellana, que nunca aprendieron sino tres vocablos: «daca agua, daca pan, ve a las minas, torna a trabajar», y que habían de ser instruidos desde los primeros principios de la fe y religión cristiana, que no son el Avemaría y Paternóster ni Credo mostrado en latín, como quien lo enseña a urracas y papagayos, pues no ignoraron los del Consejo ni los teólogos que con ellos se juntaban, que aquellos tiempos no había en esta isla frailes ni teólogos que a los indios enseñasen? Pues se dice en el dicho prólogo que en el tiempo que les venían a servir los doctrinaban, lo que es falso, pero ya77 que los adoctrinasen, ¿qué doctrina les podían dar?, y que el español que iba con ellos a sus asientos se lo traía a la memoria y los reprendía, ¿qué podía traerles a la memoria un gañán o otro peón vicioso que con ellos enviaban (cuyo oficio no era otro sino ser verdugo de los desdichados, que llamaban estanciero y minero como en el capítulo 13 del libro II tocamos, género de hombres en estas Indias el más vil y más infame, como todo el mundo de acá sabe), sino los vicios en que él andaba embriagado y anegado, y echar el ojo a la hija o a la mujer, no sólo de cualquiera indio, pero aun del mismo cacique y señor?

A lo que refiere también el prólogo que respondían los indios que los dejase holgar, cuando les decía el español que rezasen, podría ser que alguna vez lo respondiesen así, pero tenían en ello mucha razón, porque cuando alguna vez les decían el Paternóster o Avemaría o el Credo en latín o también, aunque raro, en nuestro romance castellano, como no entendían en la una ni en la otra lengua cosa della alguna, ni para qué fin se lo enseñaban, creyendo que los querían enseñar a hablar la dicha lengua, como quien lo enseña a papagayos que tomasen aquello de coro, respondían los viejos y los hombres de edad: «Ya yo soy viejo o soy hombre de edad, ¿para qué me quieres a mí enseñar a hablar?, enseña a los niños que no tienen tantos cuidados ni están cansados como yo». Desta respuesta colegían luego y murmuraban los españoles diciendo: «Mirad el perro cómo no quiere recibir la fe; éste nunca en su vida será buen cristiano». Todo esto es verdad. Júzguese aquí si desta manera, puesto que aquéllos vivieran cien años, fueran cristianos, y si les imputara Dios por no sello algún pecado.

Ítem, como abajo se referirá que se hizo algunas veces después que estas leyes se promulgaron, cuando la noche78 salían o cesaban de los trabajos de las minas y de los otros en que los ocupaban, molidos y cansados y muertos de hambre, hacíanlos ir a la iglesia (o pajar) que allí tenían para esto hecha, hincar de rodillas, y que rezasen por un buen rato el Credo, Paternóster, Avemaría y la Salve, y como lo hacían con dificultad y de mala gana, porque quisieran más cenar y descansar luego, blasfemaban dellos aquellos pecadores verdugos que los atormentaban, y algunas veces les daban por ello de palos, diciendo: «De perros lo hacen; a osadas que nunca estos perros en su vida sean cristianos».

Será bien aquí considerar, que qué fraile criado toda su vida en religión, en obediencia y doctrina o disciplina monástica, viniera de trabajar todo el día, hecho pedazos y la barriga pegada de pura hambre al espinazo, y que sabía el fruto que la oración le prestaba, si le mandara el perlado que, cesando a la noche de los diurnos y grandes trabajos, fuese a la iglesia a hincarse de rodillas y rezar por media hora y más, no se le hiciera de mal y pudiera responder con razón al perlado: «Padre, mándame dar de cenar, y dame lugar para que descanse». ¿Cuánto con mayor justicia y razón estas gentes, no sabiendo ni sintiendo cosa chica ni grande, para qué fin aquellas palabras les mandaban que dijesen, por carecer totalmente del conocimiento de Dios, y cuando lo oían nombrar, ni sabían si nombraban piedra o palo o algún árbol, podían responder al minero o estanciero o verdugo ordinario las palabras que dice el prólogo: «Déjanos holgar, pues para esto venimos a nuestras casas»? Veis aquí el fundamento de verdad sobre que estriba el prólogo de las leyes y ellas y toda sustancia. ¡Oh, ceguedad de los del Consejo del Rey, que así se prendaron de las informaciones que aquellos pecadores les hacían en favor de sus propias cudicias y tiranías y en perdición de aquellas ánimas, y que el Consejo les diese crédito, siendo enemigos de los indios, lo cual traían escrito en las frentes, los del Consejo no lo podían ignorar, condenándolos a perpetua servidumbre y a la muerte que della sucedió y que suceder era necesario, sin oírlos ni convencerlos y sin admitir por ellos alguno que se mostrase parte, antes, por el contrario, al religioso fray Antoño Montesino, a quien la caridad movía que hablase por ellos, desechando por apasionado y a los tiranos por justos y razonables! Vean aquí los juristas si todo aquel juicio y leyes o ordenanzas de derecho tuvo alguna entidad o valió algo; y deste vigor, jaez y sustancia han sido todas las determinaciones, leyes y ordenanzas que se han hecho por los reyes cerca de todas estas Indias y gentes dellas, conviene a saber, hechas en irreparable perjuicio y perdición dellas, sin llamarlas y sin oírlas y sin convencerlas, siendo partes más principales que ningunas otras, porque más a ellas y a solas ellas y a todo su estado lo que se ordenaba y determinaba tocaba; y así, todo lo que se hizo y ordenó fue hecho y ordenado sin parte, contra todo derecho natural, divino y humano.

Estos errores, ceguedad y daños irreparables tuvieron los del Consejo de los reyes, y a ellos se les imputan todos los males y daños, que por estas leyes a estas gentes destas islas se les recrecieron, que de su final acabamiento fueron causa, como se verá, y por todos ellos fueron a restitución y satisfacción in solidum obligados; porque no les era lícito ignorar el derecho, pues el rey los hacía de su Consejo y comían su pan, no por gentiles hombres, como se dijo, sino por letrados, quia paria sunt scire aut debere scire quantum ad culpam et poenam, ut in cap. Si culpa, de injur., etc. Et turpe est patritio et nobili viro et causas oranti ius in quo versatur ignorare. Dig., De orig. iur., I. 2. En la misma culpa, error y obligación o en muy poco menos, incurrieron los teólogos que por el Rey fueron llamados para la dicha junta, en dar el voto que en tan grande perjuicio, detrimento y perdición de tantas gentes, con harta temeridad dieron; porque aunque no llevaban salario del rey por aquello, pero ya que el rey les encomendaba que diesen su parecer en cosa tan ardua, no tenían menor obligación a ver y escudriñar la verdad con suma diligencia y declaralla al Rey, y no creer a quien, como dije, traía el interese y la maldad escrita en la frente, que los que les incumbía por oficio.

De aquí parece que el Rey Católico quedó sin culpa ni obligación alguna de los daños y muertes y despoblación que por estas leyes en estas islas se cometieron, porque hizo todo lo que en él era, poniendo en Consejo el remedio dellas, y todo cargó sobre los de su Consejo; y esto es cierto, que si le aconsejaran según debían, que los indios salieran de la tiránica servidumbre que con los españoles padecían y se pusieran en libertad, y con otro cualquiera remedio que para ellas conviniera desde entonces quedaran todas las Indias remediadas, extirpada del todo aquella tiranía que llamaban repartimiento. Lo mismo afirmo en lo sucedido después acá, que de no haberse remediado, sino tundido, inficionado y estragado y despoblado todo este orbe, aquel vastativo79 e infernal repartimiento, que batizaron con nombre de encomiendas es la culpa de todo; y la obligación a la restitución y satisfacción in solidum, que quiere decir cada uno al todo, de todos los daños y muertes y robos y vastaciones y despoblaciones, siempre cargó sobre los del Consejo y no sobre los reyes. Y en especial afirmo esto del emperador Carlos, quinto deste nombre, que fue el rey de España, que hizo en ello lo que debía hacer y estuvo aparejado muchas veces para que, si los del Consejo le dieran parecer, que sacara todas estas gentes de la opresión y perdición en que siempre han estado y restituillas en su libertad y ponelles todo cristiano gobierno; y aun abrir mano del señorío destas Indias lo hiciera, y desto soy yo, más que otro, testigo, como abajo más largo, con el favor de Dios, se dirá.

Capítulo XV

En el cual se comienzan a referir las leyes y a notar los defectos y puntos y males que contienen, etc.

La ley primera fue la que los españoles, después de ser ciertos que habían de tener perpetuos los indios repartidos, más deseaban, conviene a saber: que los indios todos se sacasen de sus pueblos y tierras donde habían nacido y se habían criado a otras que estuviesen cerca de los pueblos y lugares de los españoles, a ellos harto desproporcionadas. Ya queda dicho cómo en todas estas Indias es perniciosa a la salud y vida destas gentes la tal mudanza, pero por tenerlos los españoles más a mano para servirse dellos, que fuese la primera ley ésta trabajaron. Mandó la ley que para cada cincuenta indios hiciesen los a quien estaban repartidos cuatro bohíos o casas de paja en los asientos donde hobiesen de pasarlos, de treinta pies de largo y quince de ancho; ítem, cinco mil montones, los tres mil de yuca, que son las raíces de que hacían el pan, y los dos mil de ajes, que son raíces que se comen por fruta; ítem, doscientos y cincuenta pies de ají, que es la pimienta que sirve de poner sabor a lo que se guisa, si es algo; y por este respecto, creciendo y menguando, según la cantidad de los indios que aquél tuviese encomendados, que se les sembrase media hanega de maíz y se les diese una docena de gallinas con un gallo.

Nótese aquí que menos se pudiera ordenar ni proveer si fueran los hombres ovejas o vacas: para tantas reses, tantos corrales y tanto pasto, sacándolas de unas dehesas para otras; y así los desparcían en muchas partes, deshaciéndoles los pueblos y vecindad en que ellos vivían en su policía ordenada y natural, y sin hacer mención y cuenta que el hijo fuese con su padre o la hija con su madre, ni la mujer con su marido; finalmente, ni más ni menos sino como si fueran animales.

Otro defecto desta ley, entre los dichos y otros más, fue que manda a los españoles a quien estuviesen repartidos o encomendados que les hiciesen las casas y las dichas labranzas; y no declara bien, puesto que della se puede colegir, a cuya costa se habían de hacer, que según razón y justicia debiera ser a costa dellos, pero no fue así, sino que las hicieron con sus sudores los malaventurados; y así, esta ley fue con escuridad. Fue lo mismo imposible según natura, conviene a saber, según razón natural, y según la costumbre, conviene a saber, contra la costumbre de los vecinos naturales y de su patria; fue disconveniente al tiempo y al lugar; fue superflua e inútil, antes nociva y destruitiva destas gentes, sacándolos de sus asientos y pueblos proprios y naturales; fue sobre todo hecha para provecho e interese particular de los españoles, contraria del bien destas gentes común y universal; y así llena de toda injusticia e iniquidad, porque tuvo todas las condiciones y cualidades de las que la ley justa debe tener, contrarias, como pone San Isidoro en el libro V de las Etimologías y trátase en los Decretos, distinción cuarta.

Por la segunda ley, encargaba mucho el Rey que los caciques fuesen sacados de sus pueblos para los dichos asientos nuevos por la mejor manera que ser pudiese, porque recibiesen menos pena, atrayéndolos por halagos y persuasiones blandas a ellos; pero tal, ¿qué aprovechaba para su consuelo, viéndose privados de su señorío y sus vasallos muertos y teniendo certidumbre que brevemente habían ellos y los que de sus vasallos restaban de morir?

Por la tercera ley se mandaba que cada uno de los españoles que tenían indios hiciese una casa de paja para que fuese iglesia, junta con el asiento80, en la cual se pusiesen imágenes de Nuestra Señora y una campanilla para llamar los indios a rezar en anocheciendo, venidos de trabajar, y en las mañanas, antes que a los trabajos fuesen, y que fuese una persona con ellos para les decir el Avemaría y el Paternóster y el Credo y la Salve Regina. Esta persona era el minero en las minas y el estanciero en las estancias o granjas, para escarnio de la fe y religión cristiana, que, como arriba dejimos, les dijesen las dichas oraciones en latín o en romance, que no entendían más que si en algarabía se las dijeran, ni más ni menos como si a papagayos instruyeran; y dado que las palabras entendieran (lo que no entendían), ¿qué les aprovechaba para recibir la fe a gente que se había de instruir desde sus primeros principios, que consisten en la explicación de los artículos de la fe, para creer, y en la de los diez mandamientos, para saber lo que para guardar la ley de Dios habían de hacer, pero ignoraban el primer principio, que es saber que hay un Dios, cuya sustancia y ser divino es fuera de todas las cosas que vemos y oímos, los cuales, empero, ni supieran si había Dios, y si alguna vez nombrarlo oían, si era el sol o las estrellas o, como se dijo, de palo o de piedra? Algunas veces, aquél que los llevaba a la iglesia a rezar era un muchacho indio que habían criado en sus casas los españoles y enseñado las dichas oraciones y aquél se las refería.

En las leyes siguientes, hasta la docena, se proveía y mandaba que en término de una legua, en conveniente comarca, se hiciese una iglesia donde ocurriesen los indios de alrededor a oír misa y otras cosas enderezadas para este fin, buenas; pero ni hobo clérigo ni quien la dijese, ni lo demás que a esto se enderezaba se pudo cumplir, y así fueron todas inútiles y sin provecho e imposibles.

La terciadécima fue, por la cual se ordenó y mandó que los indios trabajasen en sacar oro de las minas cinco meses y, complidos cinco meses, holgasen cuarenta días, con tanto que alzasen los montones de la labranza que comían en aquel tiempo; que bastaba poco menos que por trabajo principal, aunque no tuvieran otro, porque los indios que no iban a las minas no tenían cuasi en todo el año otro mayor. Dije cuasi, porque mayor era de nuevo hacer de tierra virgen aquellos montones al principio, cuando se hacía la labranza. Y ésta era la huelga81 que a los que habían cinco meses continuos en las minas padecido trabajos, como están dichos, intolerables, les daban. Este alzar los montones era levantar la tierra con unos palos tostados por azadas y azadones, poco menos de altos que hasta la cinta, y de grandeza cuatro pasos en redondo; finalmente, era cavar y trabajar y sudar el agua mala, como dicen; por manera, que aun aquellos cuarenta días no quisieron los que esto aconsejaron que del todo resollasen. Dentro destos cuarenta días eran obligados los oficiales del rey de tener hecha la fundición, conviene a saber, haber fundido el oro todo que en los cinco meses se había sacado, y cobrado el quinto para el rey, y luego tornar otros cinco meses a gastar las vidas de los indios en las minas. La injusticia desta ley parece82 en echar los indios en las minas el tiempo dicho, que eran los nueve meses del año y algo más, contra su voluntad, siendo libres, a trabajos a que los facinerosos malhechores que merecían muerte eran condenados, o los esclavos, según arriba queda declarado. Fue también injusta esta ley, juntamente con ser cruel, mandando que en aquellos cuarenta días no tuviesen del todo holganza.

Otra hobo que comienza así: «Porque en el mantenimiento de los indios está la mayor parte de su buen tratamiento y aumentación, ordenamos y mandamos que todas las personas que tuvieren indios sean obligadas de les dar a los que estovieren en las estancias, y de les tener contino en ellas83, pan y ajes y ají abasto, y que a lo menos los domingos y Pascuas y fiestas, les den sus ollas de carne guisadas al respecto que a los de las minas; y a los indios que anduvieren en las minas les den pan y ají todo lo que hobieren menester, y les den una libra de carne cada día, y que el día que no fuere de carne, les den pescado o sardinas o otras cosas con que sean bien mantenidos, etc.». Ésta es la ley que proveyó cerca del mantenimiento de los indios; la iniquidad y crueldad della juzgue la persona que tuviere algún juicio, aunque no por reglas de cristiandad; juzgue también la insensibilidad de los del Consejo y de algunos teólogos, que al hacer destas leyes con ellos se hallaron. ¿Dónde pudo concurrir mayor ceguedad que a los indios que trabajaban en las estancias o granjas, que tenían trabajos iguales y aun mucho mayores que los cavadores padecen en Castilla, ordenasen que les diesen por comida cuotidiana pan cazabí, que no tiene cuasi más sustancia que hierbas, y ajes, que son como turmas de tierra, y ají, que es la pimienta; en fin, es hierba, como si dijeran: «Denles paja y heno abasto»; y que los domingos y fiestas y Pascuas, como si los mandaran dar vestidos nuevos o camisas lavadas, mandasen dar una libreta de carne? ¡Y que confiese la ley en su principio que porque en el mantener de los indios está la mayor parte de su buen tratamiento y aumentación! ¿Qué tratamiento se puede decir aquél y qué aumentación pudieron recibir los desventurados, cavando y trabajando todo el día sin descansar, y comiendo sólo hierbas y raíces asadas y cocidas y una libreta de carne (no libra, porque no era sino la cuarta parte de un arrelde84), de domingo a domingo y Pascuas y fiestas? El tratamiento que en esto se les hizo y el aumentación que recibieron pareció bien desde a pocos días, porque todos en breve perecieron.

Exagerando85 yo en Valladolid después la tiranía destas leyes con un maestro en teología que se halló en hacellas (y creo que las firmó de su nombre) y él justificándolas, cuando le referí ésta dijo: «No me hicieron esa relación a mí que la comida era ésa». Repliqué yo: «¿Por qué no os informásteis vos, padre maestro, del padre fray Antón Montesino de la tal comida, pues tanto iba en ella, y pasásteis con sola la información que los enemigos de los indios hacían, yéndoles tanto interese a ellos como les iba?, o ¿por qué firmábades materia que no entendíades?».

También tuvo esta ley otro defecto, que de palabra se justificó y no en efecto, en mandar que los días que no fuesen de carne les diesen libreta de pescado o sardinas, y añidiendo «o otras cosas»; parece cuasi abiertamente que entendían que la ley era sólo para cumplir, porque aunque en la mar había y hay abundancia de pescado y lo mismo en los ríos, pero como todo su fin de los españoles no era sino amontonar oro, no había uno ni ninguno que se ocupase en pescar, ni en otra granjería fuera de las minas o de aquello que se enderezaba para sacar oro de las minas. Así que, pescado, nunca de los ojos lo vieron los indios, y menos sardinas, que habían de venir de Castilla, por manera que los días que no eran de carne pasaban con las raíces y hierbas dichas su triste vida también los indios de las minas. Estas eran las otras cosas que la ley con disimulación dice, y bien sabían los susodichos españoles que se hallaron presentes al hacimiento destas leyes que dalles pescado o sardinas era imposible. Y así parece, por todo lo dicho, que aquesta ley fue iniquísima, llena de injusticia.

Capítulo XVI

En el cual se prosigue la relación y declaración de los defectos que tuvieron las dichas leyes

Otra ley hobo que trujo consigo clara la injusticia y tiránica iniquidad que fue casi el fin de todas las demás y a que todas las otras se ordenaban, conviene a saber: que por fuerza y con cierta pena se mandó a los que tenían indios de repartimiento que de todos ellos echasen la tercera parte, o, si quisiesen, trujesen más de la tercera parte a sacar oro; «pero permitimos, dice la ley, que los vecinos de la Zabana (que estaba cien leguas y más de las minas), y los de la Villa Nueva de Yaquimo (que estaba a ochenta), no sean obligados de traer indios en las minas, porque está muy lejos dellas, pero mandamos que hagan hamacas, etc.».

Pero por otra ley que tras ésta se sigue, y es la 26, que concedió que los que tenían las casas y haciendas lejos de las minas, que no podían proveer de mantenimientos a los indios, pudiesen hacer compañía con los vecinos que tuviesen las haciendas cerca o en comarca, y que aquéstos pusiesen los mantenimientos y aquéllos los indios, y después partiesen el oro que los indios sacasen, fue causa que los vecinos de la villa de Yaquimo trujesen los indios a las minas, hecha compañía con otros que tenían las haciendas comarcanas, y éstos yo los vide; por manera que los traían de treinta y cuarenta y cincuenta y sesenta leguas, sacados de sus propias tierras y casas, que sola esta mudanza bastaba para matarlos, cuanto más los trabajos y hambres que padecían, porque, como se dirá, nunca cosa de las dichas en favor de los indios se cumplió, sino como de antes o muy poquito más. Enfermaban en las minas por las susodichas causas: no los curaban, sino dábanles un poco de cazabí y ajes, y enviábanlos a sus tierras a que se curasen, los cuales se iban cuanto más podían durar, y cuando el mal les crecía o la comida les faltaba, echábanse en un monte o arroyo donde se acababan; yo los vide algunas veces y digo verdad.

Otra ley trata del jornal que les habían de dar, y éste fue un peso de oro cada año a cada persona, para con que, según dice la tal ley, tuviesen los indios con qué se vestir. Podíase comprar en aquellos tiempos con un peso de oro, que vale cuatrocientos cincuenta maravedís, un par de peines y un espejo y un paño de tocar o una sola caperuza colorada; y andando todos desnudos desde la cabeza hasta los pies, mirad con qué se habían de vestir y ataviar. Ya dijimos en el capítulo 14 del libro II que el Comendador Mayor les mandó dar por jornal medio peso de oro, que salían tres blancas en dos días, y agora, por leyes del rey, se les mandó asignar tres maravedís en dos días y aun no sé si llega a tanto.

Ved el escarnio de las leyes, y cuán llenas de iniquidad. Otra ley hobo que mandó que ninguna mujer preñada, que pasase de cuatro meses la preñez, no la enviasen a las minas, ni a hacer montones, sino que las tuviesen los españoles en sus estancias y se sirviesen dellas en las cosas de por casa, que son de poco trabajo, así como hacer pan y guisar de comer y desherbar. Véase qué crueldad e inhumanidad, que hasta cuatro meses pudiese trabajar la mujer preñada en las minas y hacer montones, que son trabajos para gigantes, como queda declarado, y que hasta que eche la criatura sirva en casa de hacer pan, que es no chico, sino grande trabajo, y mayor el desherbar las labranzas. Clara está, como de las otras, la injusticia desta ley, y cuán indigno fue que mano real la firmase.

Otras muchas fueron constituidas con las referidas, que suenan a favor de los indios y en sí eran justas; pero supuesto estar los indios en poder de los españoles y el fin que dellos pretendían y las leyes ya declaradas, que a la clara favorecían todo lo que ellos andaban y hoy andan los demás a buscar, si no fueron injustas, fueron, empero, vanísimas y superfluas y más para cumplir con el mundo que para remedio alguno de los indios con efecto y con verdad. Vano es todo aquello, según el Filósofo, que no alcanza su fin.

Entre las demás hobo algunas que mandaban que en cada lugar o pueblo hobiese dos visitadores que visitasen cada año dos veces los indios y viesen si recibían agravios y para que las leyes se guardasen; y lo bueno fue que una ley mandaba que a los visitadores les diesen indios de repartimiento, demás aún de los que como vecinos les habían de ser dados; mirad qué ceguedad de los del Consejo y de los reverendos teólogos, que no vieron que teniendo indios eran parte, y que habían de ser más tiranos que los otros, como lo fueron, y menos dignos de ser remunerados, antes de mayor castigo merecedores y capaces. Y una de las grandes y eficaces causas de no haber aprovechado para remediar las calamidades de los indios en todas estas partes muchas ordenanzas y cédulas y provisiones que los reyes han proveído y enviado, ha sido tener los jueces y gobernadores destas Indias en los indios o en los intereses que dellas salen parte o arte, y esto cada día hasta hoy lo hemos llorado y hoy lo lloramos, y abajo parecerá más claro.

Es bien aquí de considerar que en la constitución de todas estas leyes se hallaron presentes y se admitieron todos los españoles principales que arriba dejamos nombrados; esto es cosa evidente, porque como entonces no se sabía cuasi nada de las cosas destas Indias, ni qué era yuca y ajes, ají o cazabí o montones; la villa de la Zabana y la Villa Nueva de Yaquimo estar lejos de las minas; hamacas y areítos, que son los bailes que los indios tenían, los cuales, por una de las leyes, se prohíben; que los quitados y otros vocablos y avisos que no se podían saber si las personas idas de acá no las avisaran y manifestaran, manifiestamente se arguye haberse los dichos, en el hacer de las dichas leyes, hablado, de donde queda luego manifiesta la ceguedad o malicia de los del Consejo, que admitían al constituir de las dichas leyes, los enemigos de los indios, como se ha dicho arriba, tan interesados en los sudores y calamitosa servidumbre de los inocentes indios, rabiando por sacalles la sangre.

Con esto quiero este capítulo acabar, que se hizo entre las otras leyes una, conviene a saber: que por que los caciques tuviesen quien los sirviese y hiciesen, diz que lo que les mandasen para cosas de su servicio, que si los indios del tal cacique se hobiesen de repartir en más de una persona y tuviese cuarenta personas, le fuesen dadas dellas, dos para que le sirviesen, y si tuviese setenta, le diesen tres, y si ciento, se le diesen cuatro, y si hasta ciento y cincuenta, le diesen seis, pero desde allí adelante, aunque más gente tuviese, no se le diesen más personas. ¿Qué mayor injusticia ni más confusa desorden pudo ser imaginada que desposeer a los naturales señores de sus súbditos, señoríos o estados, sin culpa alguna, y de millares de gentes que poseían dalles seis personas que les sirviesen, y de pueblos ordenados, en que política y pacíficamente vivían juntos infinitos vecinos repartillos y desparcillos así, haciendo de cada pueblo tantos pedazos? Yo conocí señor dellos, cuyo padre había los tiempos pasados hartado la hambre muchas veces a los cristianos y librado de la muerte, que juntaba diez y doce mil hombres de pelea, y no le dejaron sino las seis personas para que le sirviesen como a los demás. Pues si esto parece grave, véase lo que la misma ley dice un poco más abajo, esto es, que el mismo cacique, rey y señor natural, con las seis personas que le daban, fuese con el español que en los indios suyos tuviese por repartimiento el mayor número y mayor parte, con que fuesen muy bien tratados, no les mandando trabajar, salvo en cosas ligeras con que ellos fuesen ocupados, porque no tuviesen ociosidad, por evitar los inconvenientes que podían suceder; de la ley son todas estas palabras. Por manera, que aun el señor y rey natural, con los seis que le daban para que le sirviesen, habían de servir al español en cosas ligeras, por temor de la ociosidad, debajo de aquella palabra fingida y colorada, muchas veces repetida en las leyes y con que Dios mucho fue irritado, conviene a saber: «que sean bien tratados». Este tratamiento siempre fue aquél con que a todos los extirparon, y nunca faltó hasta hoy la dicha palabra «que sean bien tratados».

Cuánta iniquidad dentro de sí contuviese aquella ley y cuán tiránica fuese y cuánta ceguedad en el Consejo cayese y en los otros señores teólogos y letrados, no creo que hay necesidad de declararlo. Promulgáronse las dichas leyes en la ciudad de Burgos, a 27 de diciembre de 1512 años.

[...]

Capítulo XXIX

Del viaje que hizo Narváez con la gente que le dio Diego Velázquez

Restituida la dicha provincia del Bayamo en sus naturales vecinos, y estando seguros en sus casas, aunque no mucho la quietud y seguridad y aun la vida les duró, avisado de todo Diego Velázquez, envió a mandar a Pánfilo de Narváez, que con la gente que había ido tras los huidos y con los que él había dejado con Grijalva, que todos serían hasta cien hombres, fuese a la provincia de Camagüey, y por la isla adelante, asegurándolas, y que fuese aquel padre clérigo Bartolomé de las Casas con él, y creo que le escribió a él que lo hiciese.

Llegaron a la provincia o pueblo de Cueíba, que estaba en el camino, antes de Camagüey, treinta leguas de Bayamo, donde Alonso de Hojeda y los que con él padecieron aquellos grandes trabajos de la ciénaga, hobo aportado y salvádose, y donde Hojeda dejó la imagen de Nuestra Señora, muy devota, como se refirió en el libro precedente, capítulo sesenta; y porque los españoles que habían visto la imagen dicha, porque iban allí algunos de los que con Hojeda en la ciénaga se habían hallado, y los que habían ido con el susodicho alcance de la gente del Bayamo, loaban mucho la imagen al dicho padre, y él llevaba otra de Flandes, también devota, pero no tanto, pensó en trocalla con voluntad del cacique o señor del pueblo.

Después de muy buen recibimiento que los indios hicieron a los españoles, y ofrecida mucha comida, y los niños batizados, que era lo primero que trabajaba hacerse, y todos aposentados, comenzó a tratar el padre con el cacique que trocasen las imágenes; el cacique luego se paró mustio y disimuló cuanto mejor pudo, y en viniendo la noche, toma su imagen y vase a los montes con ella a otros pueblos distantes. Otro día, queriendo el padre decir misa en la iglesia, que la tenían los indios muy adornada con cosas hechas de algodón, y un altar donde tenían la imagen, enviando a llamar al cacique para que oyese la misa, respondieron los indios que su señor se había ido y llevado la imagen por miedo que no se la tomase el padre. Harto pesar recibió el padre y todos los españoles, temiendo que la gente que hallaron quieta y pacífica no se alborotase, y aun dudando no quisiesen quizá hacer a los españoles y al padre guerra por defensión de su imagen; proveyó el padre que fuesen mensajeros al cacique, significándole y certificándole que no quería su imagen, antes le daría la que traía graciosamente y de balde; como quiera que ello fue, nunca quiso parecer el cacique hasta que los españoles se fueron, por la seguridad de su imagen. Era maravilla la devoción que todos tenían, el señor y súbditos, con Santa María y su imagen. Tenían compuestas como coplas, sus motetes y cosas en loor de Nuestra Señora, que en sus bailes y danzas, que llamaban areítos, cantaban, dulces a los oídos, bien sonantes.

Finalmente, lo mejor que se pudo hacer, dejados los indios contentos y pacíficos como las hallaron, se partieron los españoles para ir adelante. Entraron en la provincia de Camagüey, que es grande y de mucha vecindad de gente, que estaría de la Cueíba veinte leguas o más, los vecinos de la cual, en los pueblos donde llegaban los españoles tenían de la comida pan cazabí y de la caza que llamaban guaminiquinajes, aparejado según ellos podían, y pescado también, si lo alcanzaban. El clérigo Casas, luego, en llegando al pueblo, hacía juntar todos los niños chequitos, y tomaba dos o tres españoles que le ayudasen, con algunos indios desta isla Española, ladinos86, que consigo llevaba y alguno que había él criado, batizaba los niños que en el pueblo se hallaban. Así hizo en toda la isla de allí adelante, y fueron muchos a los que Dios proveyó de su santo batismo, porque los tenía para su gloria predestinados y proveyó al tiempo que convenía, porque ninguno o cuasi ninguno de aquellos niños quedó vivo desde a pocos meses, como abajo será, Dios queriendo, declarado.

Y porque los españoles llegando al pueblo, hallando los indios en sus casas, pacíficos, no cesaban de les hacer agravios y escandalizallos, tomándoles esa laceria que tenían, no contentándose con lo que de su voluntad los indios daban, y algunos, pasando más adelante, andaban tras las mujeres y las hijas (porque ésta es y ha sido siempre la ordinaria y común costumbre de los españoles en estas Indias), ordenó el capitán Narváez, por persuasión del dicho padre, que después que el dicho padre hobiese apartado todos los vecinos del pueblo a la mitad de las casas dél, dejando la otra mitad vacía para el aposento de los españoles, ninguno fuese osado de ir a la parte del pueblo donde los indios estaban recogidos y albergados; para lo cual se iba delante con tres y cuatro hombres el padre, y, llegado al pueblo, cuando la gente llegaba ya tenía los indios a una parte del pueblo recogidos y la otra parte desembarazada. Por esta vía, y porque vían los indios que el padre hacía por ellos, defendiéndolos y halagándolos y también batizando los niños, en lo cual les parecía que tenía más empeño y autoridad que los demás, cobró mucha estima y crédito en toda la isla para con los indios, allende que como a sus sacerdotes o hechiceros o profetas o médicos, que todo era uno, lo reverenciaban. Por este crédito y autoridad que había entre ellos cobrado, no era menester ir delante, sino enviar un indio con un papel viejo puesto en una vara, enviándoles a decir con el mensajero que aquellas cartas decían esto y esto, conviene a saber, que estuviesen todos quietos y ninguno se absentase, porque no se les haría mal ni daño, y que tuviesen de comer aparejado para los cristianos, y los niños para batizar, y que se recogiesen a una parte del pueblo, y todo lo que parecía envialles a avisar, y que si no lo hacían, que se enojaría el padre, y ésta era la mayor amenaza que se les podía enviar. Ellos lo hacían todo de muy buena voluntad, según su posibilidad, y era grande la reverencia y temor que tenían a las cartas, porque vían que por ellas se sabía lo que se hacía en otras partes absentes; parecíales más que milagro, y así mucho dellas se maravillaban.

Pasaron así algunos pueblos de aquella provincia por el camino que llevaban, y porque la gente de los pueblos que estaban a los lados del camino, cudiciosa de ver gente tan nueva, y en especial por ver tres y cuatro yeguas que allí se llevaban, de que toda la tierra estaba espantada, y las nuevas dellas por toda la isla volaban, llegáronse muchos a vellas en un pueblo grande llamado el Caonao, la penúltima luenga, y el día que los españoles llegaron al pueblo, en la mañana paráronse a almorzar en un arroyo seco, aunque algunos charquillos tenía de agua, el cual estaba lleno de piedras amoladeras, y antojóseles a todos de afilar en ellas sus espadas; y acabado su almuerzo, danse a andar su camino del Caonao. En el camino había dos o tres leguas de un llano sin agua, donde se vieron de sed en algún trabajo; y allí trujeron algunos indios de los pueblos algunas calabazas con agua y algunas cosas de comer. Llegaron al pueblo de Caonao a hora de vísperas, donde se halló mucha gente que tenían aparejada mucha comida del pan cazabí y de mucho pescado, porque tenían junto un gran río y también cerca la mar. Estaban en una plazuela obra de dos mil indios, todos sentados en coclillas, porque así lo tienen todos de costumbre, mirando las yeguas pasmados. Había junto un gran bohío o casa grande, donde estaban más de otros quinientos indios metidos, amedrentados, que no osaban salir; y cuando algunos de los indios domésticos que las españoles por sirvientes llevaban (que eran más de mil ánimas, porque siempre andan desta manera y con grande compaña, y otros muchos que traían de más de cincuenta leguas, y otros de los mismos de Cuba naturales), si querían entrar en la casa grande, tenían aparejadas allí gallinas y decíanles: «Toma, no entres acá», porque ya sabían que los indios que servían a los españoles no suelen hacer otras obras sino las de sus amos. Había costumbre entre los españoles que uno que el capitán señalaba tuviese cargo de repartir la comida y otras cosas que los indios daban a cada uno de los españoles, según era su parte, y estando así el capitán en su yegua y los demás en las suyas a caballo y el mismo padre mirando cómo se repartía el pan y pescado, súbitamente sacó un español su espada, en quien se creyó que se le revistió el diablo, y luego todos ciento sus espadas, y comienzan a desbarrigar y acuchillar y matar de aquellas ovejas y corderos, hombres y mujeres, niños y viejos, que estaban sentados, descuidados, mirando las yeguas y los españoles pasmados; y dentro de dos credos no queda hombre vivo de todos cuantos allí estaban. Entran en la gran casa, que junto estaba, porque a la puerta della esto pasaba, y comienzan lo mismo a matar a cuchilladas y estocadas cuantos allí hallaron, que iba el arroyo de la sangre como si hobieran muerto muchas vacas; algunos de los indios que allí pudieron darse priesa subiéronse por las vigas y el enmaderamiento de la casa en lo alto, y así se escaparon.

El clérigo se había un poco antes desta matanza apartado de donde se hizo a otra plazuela del pueblo, junto allí donde lo habían aposentado, y era una casa grande, en que también se habían de aposentar todos, y allí estaban obra de cuarenta indios de los que habían traído las cargas de los españoles de las provincias de atrás, tendidos en el suelo descansando; y acaeció estar con el clérigo cinco españoles, los cuales, como oyeron los golpes de las espadas y que mataban, sin ver nada, porque había ciertas casas delante, echan mano a las espadas y van a matar los cuarenta indios, que de sus cargas y hatos venían molidos y descansaban, para les pagar el corretaje87. El clérigo, movido a ira, va contra ellos reprendiéndolos ásperamente a estorbarlos, y ellos, que le tenían alguna reverencia, cesaron de lo que iban a hacer, y así quedaron vivos los cuarenta, y vanse a matar los cinco adonde los otros mataban; y como el clérigo se detuvo en estorbar la muerte de los cuarenta que habían venido cargados, cuando fue halló hecha una parva de muertos que habían hecho en ellos, que era cosa, cierto, de espanto. Como lo vido Narváez, el capitán, díjole: «¿Qué parece a vuestra merced destos nuestros españoles, qué han hecho?». Respondió el clérigo, viendo ante sí tantos hechos pedazos, de caso tan cruel muy turbado: «Que os ofrezco a vos y a ellos al diablo». Estuvo el descuidado Narváez siempre viendo hacer la matanza, sin decir, ni hacer, ni moverse más que si fuera un mármol, porque si él quisiera, estando a caballo y una lanza en las manos como estaba, pudiera estorbar los españoles que diez personas no mataran. Entonces déjalo el clérigo, y andaba de aquí para allí por unas arboledas buscando españoles, que no matasen, porque andaban por las arboledas buscando a quién matar, y a chico, niño, ni a mujer, ni viejo perdonaban; y más hicieron, que se fueron ciertos españoles al camino del río, que estaba junto, y todos los indios que se escapaban con heridas y cuchilladas y estocadas, que podían huir, para irse a echar en el río por salvarse, hallaban a aquellos que los acababan.

Acaeció más otra crueldad, no digna de ser callada, para que se vea las obras de nuestros cristianos en estas partes: que entrando el clérigo en la casa grande, donde dije que estarían obra de quinientas ánimas o las que había, que eran muchas, y viendo muertos los que en ella estaban, espantado, y los que por las varas arriba y enmaderamiento se habían escapado, díjoles: «No más, no más, no hayáis miedo, no habrá más, no habrá más». Con esta seguridad, creyendo que así fuera, descendió un indio, harto bien dispuesto, mancebo de veinticinco o treinta años, llorando, y como el clérigo no traía reposo por ir a todas partes a estorbar que no matasen, saliose luego de la casa; y así como el mancebo descendió, un español que allí estaba sacó un alfanje o media espada, y dale una cuchillada por los ijares que le hecha las tripas de fuera, como si no hiciera nada. El indio, triste, toma sus tripas en las manos y sale huyendo de la casa; topa con el clérigo y conociolo, y dícele allí algunas cosas de la fe, según que el tiempo y angustia lugar daba, mostrándole que si quería ser batizado iría al cielo a vivir con Dios; el triste, llorando y haciendo sentimiento, como si ardiera en unas llamas, dijo que sí, y con esto le batizó, cayendo luego muerto en el suelo, remitiendo lo demás a la misericordia de Aquél que lo había criado y vía la injusticia con que aquél y los demás eran tan cruelmente lastimados. Vase luego a la casa el clérigo y halló al infelice hombre que lo había destripado, y, con grande impaciencia y turbación, poco menos hizo con él que lo que debiera de hacer su descuidado capitán Narváez; y aquél fue uno de los flecheros que trujo consigo Narváez, que en Jamaica se debía de haber en estas obras ejercitado.

Ver las heridas que muchos tenían de los muertos, y otros que aún no habían expirado, fue una cosa de grima y espanto, que como el diablo, que los guiaba, les deparó aquellas piedras de amolar, en que afilaron las espadas aquel día de mañana en el arroyo donde almorzaron; donde quiera que daban el golpe, en aquellos cuerpos desnudos, en cueros y delicados, abrían por medio todo el hombre de una cuchillada. Entre otros heridos hobo uno, y aun dijeron que era hermano del rey y señor de aquella provincia, viejo, bien alto de cuerpo, y que en su aspecto parecía señor, que de una cuchillada que le dieron en el hombro derecho (debiole de acertar en la coyuntura), le derrocaron todo el lado hasta la cinta, de manera que, estando sentado en el suelo, tenía en tierra caído todo el lado y el asadura y tripas, y cuanto hay en lo hueco se le parecía, como si estuviera en una escarpia88 colgado. Y fue cosa de mucho notar el subjeto y complisión natural que aquel hombre tuvo, porque siendo herido el sábado, cuando se celebró esta matanza, estuvo hasta otro sábado, sentado en tierra, como dije, con su lado caído, sin comer, salvo beber cada momento por la sequedad que causa la sangre, y en este estado, vivo, los españoles que se partieron el siguiente sábado, lo dejaron. Quedó mucha lástima en el clérigo por no habello, como a otros muchos, curado con cierta manteca de tortuga, quemándoles las heridas, de que en aquellos ocho días se pudieron curar, y quedaban los que no tenían estocadas cuasi sanos; y aquél no curó por ser la herida tan extraña y mortal; creyose que si le juntaran todo el lado, cosiéndosele con una aguja grande, o almarada89, según la complisión tan buena que pareció tener, quizá sanara. Finalmente, no se supo más dél, y no parecía ser posible dello escapar.

De todo lo dicho yo soy testigo, que lo vide y estuve presente, y dejo de decir muchas otras particularidades por abreviar.

Capítulo XXX

Prosigue la misma materia

Preguntado fue quien fue el primero que sacó el espada, y por qué se movió a comenzar tan gran estrago, pero encubriose y disimulose la persona de quien se sospechó o se supo; y si fue aquél que se creyó, sépase que hobo después tan desastrado fin cuanto muchos otros que semejantes virtudes en estas Indias han obrado. La causa se platicó, diciendo que habían visto indios que se cebaban90 a ver las yeguas, demás de los que estaban, y que era mala señal que nos querían matar; y porque algunos traían unas alguirnaldas91 de unos pescadillos, de los que se llaman agujas, puestas en las cabezas, decían que para darles con las cabezas y abrazarse luego con los españoles, y con unas cuerdas que algunos traían ceñidas, como suelen, atarlos92. Y es verdad, que ni arco, ni flecha, ni palo, ni cosa que supiese a armas de indios, jamás se vido ni sospechó que trujesen, ni hobiese en casa del pueblo, ni en el monte, sino todos desnudos (como dije), sentados en coclillas, a la manera de unos corderos, estaban, y de mirar las yeguas, que no se hartaban, pasmados; y es también verdad, que si sobre dos mil indios que allí pareció que había, hobiera otros diez mil, solo Narváez con su yegua a todos los matara, como pareció en los indios de Bayamo, cuanto más estando con él otros tres y cuatro a caballo, con sus lanzas y adargas en las manos. La causa no fue otra sino su costumbre, que siempre tuvieron en esta isla Española y pasaron a la de Cuba para ejercitarla, de no se hallar sin derramar sangre humana, porque sin duda eran regidos y guiados siempre por el diablo. Sabida esta matanza por toda la provincia, no quedó mamante ni piante, que, dejados sus pueblos, no se fuese huyendo a la mar y a meterse en las isletas, que por aquellas costas del Sur hay infinitas, que dejimos haberles puesto nombre el Jardín de la Reina el Almirante; y tanto miedo cayó en ellos y con tan justa razón, que no sólo esconderse quisieran en las isletas, pero, si pudieran, debajo de las aguas, por huir de gente que con tanta razón juzgaban por crudelísima o más que inhumana.

Salidos los españoles del pueblo, que dejaron tan sangriento y bañado en sangre humana, llamado el Caonao, asentaron el real en una roza grande, donde había mucha de la yuca para hacer el pan cazabí; hecha su choza cada uno con las personas, hombres y mujeres que llevaban, porque ninguno a pocos traían consigo menos de ocho o diez personas, puesto que algunos menos y otros más, que habían por grado o por fuerza de los pueblos que quedaban atrás tomado, enviaba los hombres por la yuca y ellas hacían el pan y los hombres también traían caza y lo demás.

Ya se dijo arriba que el padre clérigo llevaba consigo, entre otros, no tomados por fuerza, sino que ellos se venían a él de su voluntad, por el buen tratamiento que les hacía y por el crédito que por la isla había cobrado de que los favorecía y por estar seguros de los españoles y de sus crueldades, llevaba, digo, consigo, un indio viejo y principal de esta isla Española, persona, entre indios, cuerda y honrada, y éste también era conocido por la isla por bueno y por criado del padre; al cabo de algunos días que estaban en aquel monte o roza los españoles aposentados, vino un indio de hasta veinticinco años por espía, enviado por las gentes que andaban fuera de sus pueblos, huidas y descarriadas, y vínose derecho a la choza donde los indios del padre clérigo estaban, y habló con el viejo, que se llamaba Camacho, diciendo que quería vivir con el padre, y que tenía otro hermano, muchacho de quince años o poco más, que se lo traería también para que le sirviese. Asegurolo muy bien el viejo Camacho porque lo sabía muy bien hacer, loándole su propósito, y que el padre era bueno y holgaría de recibir por sus criados a él y a su hermano, y que allí estarían con el mismo viejo y los demás, seguros que ninguno les hiciese mal, etc., etc. Viene luego Camacho al padre y dale las buenas nuevas, porque entonces se tenían por tales, porque no se deseaba otra cosa más que haber algún indio de los de la tierra, para lo halagar y enviar por mensajero a los demás desterrados, asegurándoles que se viniesen a sus pueblos y que no recibirían más daño. Holgose mucho el padre, por el fruto que se esperaba; hace llamar al indio, abrázalo, asegúralo, dícele que lo recibiría con su hermano por sus criados y que les hará y acontecerá. Pregúntales por la gente demás, dónde está, y si querrá venir a sus pueblos, certificándoles que no se les hará mal ninguno; responde que sí, y que él trató los vecinos de un pueblo, que de allí estaba cercano, cuya era la roza donde los españoles estaban aposentados; promete que dentro de ciertos días traerá la gente y a su hermano. Creo que le dio o camisa o algunas cosillas de las que tenía, y el mismo viejo Camacho púsole nombre que se llamase Adrianico, porque tenía en poner nombres, aunque no estuviesen batizados, gracia; fuese muy contento Adrianico, afirmando que él cumpliría su palabra. Estuvo allí muchos más días de los que dejó asentados; parece que no pudo allegar la gente que andaba desparcida y apartada, en tanto que ya el padre de su venida desconfiaba; pero Camacho siempre esperaba.

Estando, pues, muy descuidado el padre, una tarde, cerca de noche, viene Adrianico con su hermano, y traen consigo creo que ciento ochenta ánimas, hombres y mujeres, como unos corderos, con sus carguillas de sus cosillas y pobreza a cuestas y muchos con sartales de muy buenas mojarras para el padre y para los cristianos. Verlos por una parte causaba gozo, por venir a poblar sus casas, que era lo que entonces se deseaba, y por otra lástima y compasión grande, considerando su mansedumbre, humildad, su pobreza, su trabajo, su escándalo, su destierro, su cansancio, que tan sin razón alguna se les había causado, dejado ya aparte, como olvidado, el estrago y mortandad que en sus padres y hijos, hermanos y parientes y vecinos, tan cruelmente se había perpetrado; hobo gran regocijo y alegría en el real, especialmente Narváez y el padre; mostráronles todos muchas señales de paz y amistad, y enviáronles luego a sus casas vacías, que estaban junto, que las poblasen; pero Adrianico y su hermano, que parecía un ángel, quedáronse con la familia del padre y con el viejo Camacho, que la gobernaba, cuyo regocijo y alegría fue más que de otros grande.

Venidos éstos a su pueblo y casas, luego se sonó por la provincia cómo los cristianos no les hacían ya mal, y que se holgaban que se tornasen todos a poblar, y así lo hicieron, todo perdido el miedo que con tan urgente causa habían cobrado; pero ¿para qué fin, si pensáis, los españoles de que se viniesen a poblar todas se regocijaban, y el padre clérigo para qué en traellos y asegurallos tanto trabajaba? Cierto, no para otra, al cabo, sino para que, poco a poco, en las minas y en los trabajos los matasen, como finalmente los mataron; puesto que aqueste fin no pretendía el padre, y los españoles no pretendían directamente matallos, sino servirse dellos como de animales, posponiendo la salud corporal y espiritual de los indios a sus intereses, cudicias y ganancias, a lo cual seguírseles la muerte no era dubitable, sino necesario.

[...]

Capítulo LXXVIII

Que trata de la venida del Almirante a Castilla y de los trabajos que tenían los indios de Cuba

Dejemos de proseguir la historia de la tierra firme hasta emparejar con el tiempo della la relación de las islas, que dejamos atrás en el capítulo 39, y tornemos al hilo que llevábamos dellas, contando las cosas que acaecieron en el año de 1514, como parece arriba, en el capítulo 36 y 37, donde referimos de un repartidor de los indios, llamado Alburquerque, y otros que después fueron, que ningún provecho hicieron a los tristes desamparados indios de esta isla, ni estorbaron que no se consumiesen; los cuales cada día en las minas y en los otros trabajos perecían; lo mismo se hacía en las otras islas, sin tener una hora de consuelo ni alivio dellos, y sin mirar en ello, ni se doler dellos los insensibles que la tierra regían.

En todo este tiempo, el tesorero Pasamonte y oficiales y jueces de la Audiencia desta isla o algunos dellos que lo revolvían y movían al dicho Pasamonte y lo tomaban por la cabeza de sus pasiones y envidias, por ser tan favorecidos del Rey, perseguían al Almirante D. Diego con cartas al Rey y a Lope Conchillos, secretario, y al obispo de Burgos D. Juan Fonseca, que como arriba se ha dicho algunas veces, nunca estuvo bien con los Almirantes, padre y hijo. No creí ser otra la causa sino por echalle de la gobernación desta isla y de lo demás y quedarse ellos con ella, no sufriendo superior sobre sí; finalmente, tanto pudieron, que rodearon que el Rey le mandase llamar y que fuese a Castilla, no supe, aunque lo supiera si mirara en ello, con qué color o debajo de qué título. El cual, obedeciendo el mandado del Rey, aparejó su partida y salió del puerto de Santo Domingo en fin del año de 1514 o al principio del año 15, dejando a su mujer doña María de Toledo, matrona de gran merecimiento, con dos hijas en esta isla.

Entretanto, quedaron a su placer los jueces y oficiales, mandando y gozando de la isla, y no dejaron de hacer algunas molestias y desvergüenzas a la casa del Almirante, no teniendo miramiento en muchas cosas a la dignidad de la persona y linaje de la dicha señora doña María de Toledo. En este tiempo, lo que más se trataba y sonaba y de donde más esperanza se tenía destas islas y aun de todas estas Indias, era la isla de Cuba, por las nuevas de tener mucho oro y por hallarse la gente della tan doméstica y pacífica; y había ya dos años que a ella los españoles con Diego Velázquez a poblar habían venido. Porque de la tierra firme, como entonces llegase Pedrarias, cosa de fruto de su llegada no se había visto, pues de todas las otras partes della ninguna noticia se tenía.

Tornando, pues, a tomar la historia de la isla de Cuba, que en el capítulo 32 contamos, dejimos allí cómo Diego Velázquez, que gobernaba la isla como teniente de Almirante, había señalado cinco villas, donde todos los españoles que en ella había se avecindasen, con la de Baracoa, que ya estaba poblada. Repartidos los indios de las comarcas de cada villa y entregados a los españoles, cada uno según el ansia de haber oro tenía y más ancho de conciencia se hallaba, sin tener consideración alguna que aquellas gentes eran de carne y de hueso, pusiéronles en los trabajos de las minas y en los demás que para aquéllos se enderezaban93, tan de golpe y tan sin misericordia, que en breves días la muerte de innumerables dellos manifestó la grande inhumanidad con que los trataban. Fue más vehemente y acelerada la perdición de aquellas gentes, por aquella primera temporada, que en otras partes, por causa de que, como los españoles andaban por toda la isla, como ellos dicen, pacificándolas, y consigo traían muchos de los indios que por los pueblos, para se servir dellos, continuamente tomaban, y todos comían y ninguno sembraba, y los de los pueblos, dellos huían, y dellos, de alborotados y medrosos, de otra cosa más de que no los matasen, como a otros muchos se mataron, no curaban, quedó la tierra toda o cuasi toda de bastimentos vacua y desmamparada. Pues como la cudicia de los españoles, según dije, los ahincaba, no curando de sembrar para tener pan, sino de coger el oro que no habían sembrado, como quiera y con cualquiera poca cosa que podían haber de bastimento como rebuscándolo, ponían los hombres y las mujeres, sin suficiente comida para poder vivir, cuanto menos para trabajar, en los susodichos trabajos. Y es verdad, como arriba en cierto capítulo dije, que en mi presencia y de otras personas nos contó uno, como si refiriera una muy buena industria o hazaña, que con los indios que tenía de su repartimiento había hecho tantos mil montones, que es la labranza de que se hace el pan cazabí, enviándolos cada tercer día, o de dos a dos días, por los montes a que comiesen las frutas que hallasen, y con lo que traían en los vientres les hacía trabajar otros dos o tres días en la dicha labranza, sin dalles a comer de cosa alguna un solo bocado; y el trabajo de aquel labrar es cavar todo el día y mucho mayor que cavar en las viñas y huertas en nuestra España, porque es levantar la tierra que cavan haciendo della montones, que tienen tres y cuatro pies en cuadro y de tres a cuatro pies o palmos en alto, y esto no con azadas ni azadones que les daban, sino con unos palos como garrotes, tostados.

Así que, por esta hambre, no teniendo qué comer, y metiéndoles en tan grandes trabajos, fue más vehemente y más en breve la muerte de aquella gente que en otra parte. Y como llevaban los hombres y mujeres sanos a las minas y a los otros trabajos y quedaban en los pueblos solos los viejos y enfermos, sin que persona los socorriese y remediase, allí perecían todos de angustia y enfermedad sobre la rabiosa hambre; yo vide algunas veces, andando camino en aquellos días por aquella isla, entrando en los pueblos, dar voces los que estaban en las casas; y entrando a vellos, preguntando qué habían, respondían: «Hambre, hambre». Y porque no dejaban hombre ni mujer que se pudiese tener sobre sus piernas que no llevasen a los trabajos, o las mujeres paridas que tenían sus hijos y hijas chequitas, secándoseles las tetas con la poca comida y con el trabajo, no teniendo con qué criallas, se les morían; por esta causa se murieron en obra de tres meses siete mil niños y niñas; y así se escribió al Rey Católico por persona de crédito que lo había inquirido. También acaeció entonces que, habiendo dado en repartimiento a oficial del rey trescientos indios, tanta priesa les dio, echándolos a las minas y en los demás servicios, que en tres meses no le restaron más del diezmo vivos.

Capítulo LXXIX

De algunas pláticas que tuvo el clérigo Bartolomé de Las Casas contra Diego Velázquez sobre el repartimiento de los indios, y del sermón que dello hizo

Llevando este camino y cobrando de cada día mayor fuerza esta vendimia de gentes, según más crecía la cudicia, y así más número dellas pereciendo, el clérigo Bartolomé de las Casas, de quien arriba en el capítulo 28 y en los siguientes alguna mención se hizo, andaba bien ocupado y muy solícito en sus granjerías, como los otros, enviando indios de su repartimiento en las minas a sacar oro y hacer sementeras, y aprovechándose dellos cuanto más podía, puesto que siempre tuvo respeto a los mantener, cuanto le era posible, y a tratallos blandamente y a compadecerse de sus miserias, pero ningún cuidado tuvo más que los otros de acordarse que eran hombres infieles y de la obligación que tenía de dalles doctrina, y traelles al gremio de la Iglesia de Cristo; y porque Diego Velázquez, con la gente española que consigo traía, se partió del puerto de Jagua para hacer y asentar una villa de españoles en la provincia donde se pobló la que se llama de Santi Espíritus, y no había en toda la isla clérigo ni fraile, después de en el pueblo de Baracoa, donde tenía uno, sino el dicho Bartolomé de las Casas, llegándose la Pascua de Pentecostés, acordó dejar su casa que tenía en el río de Arimao, la penúltima luenga, una legua de Jagua, donde hacía sus haciendas, e ir a decilles misa y predicalles aquella Pascua. El cual, estudiando los sermones que les predicó la pasada Pascua, o otros por aquel tiempo, comenzó a considerar consigo mismo sobre algunas autoridades de la Sagrada Escritura, y, si no me he olvidado, fue aquella la principal y primera del Eclesiástico, capítulo 34, «Inmolantes ex iniquo oblatio est maculata, et non sunt beneplacitae subsannationes impiorum. Dona iniquorum non probat Altissimus, nec respicit in oblationes iniquorum. Qui offert sacrificium ex substantia pauperum, quasi qui victimat filium in conspectu patris sui; panis egentium vita pauperis est: qui defraudat illi homo sanguinis est. Qui aufert in sudore panem quasi qui occidit proximum suum. Qui effundit sanguinem et qui fraudem facit mercennario, fratres sunt». Comenzó, digo, a considerar la miseria y servidumbre que padecían aquellas gentes. Aprovechole para esto lo que había oído en esta isla Española decir y experimentado, que los religiosos de Santo Domingo predicaban, que no podían tener con buena conciencia los indios y que no querían confesar y absolver a los que los tenían, lo cual el dicho clérigo no aceptaba; y queriéndose una vez con un religioso de la dicha orden, que halló en cierto lugar, confesar, teniendo el clérigo en esta isla Española indios, con el mismo descuido y ceguedad que en la de Cuba, no quiso el religioso confesalle; y pidiéndole razón por qué, y dándosela, se la refutó el clérigo con frívolos argumentos y vanas soluciones, aunque con alguna apariencia, en tanto que el religioso le dijo: «Concluí, padre, con que la verdad tuvo siempre muchos contrarios y la mentira muchas ayudas». El clérigo luego se le rindió, cuanto a la reverencia y honor que se le debía, porque era el religioso veneranda persona y bien docto, harto más que el padre clérigo; pero cuanto a dejar los indios no curó de su opinión. Así que valiole mucho acordarse de aquella su disputa y aun confesión que tuvo con el religioso, para venir a mejor considerar la ignorancia y peligro en que andaba, teniendo los indios como los otros, y confesando sin escrúpulo a los que los tenían y pretendían tener, aunque le duró esto poco; pero había muchos confesado en esta isla Española que estaban en aquella damnación.

Pasados, pues, algunos días en aquesta consideración, y cada día más y más certificándose por lo que leía cuanto al derecho y vía94 del hecho, aplicando lo uno a lo otro, determinó en sí mismo, convencido de la misma verdad, ser injusto y tiránico todo cuanto cerca de los indios en estas Indias se cometía. En confirmación de lo cual todo cuanto leía hallaba favorable y solía decir y afirmar, que, desde la primera hora que comenzó a desechar las tinieblas de aquella ignorancia, nunca leyó en libro de latín o de romance, que fueron en cuarenta y cuatro años infinitos, en que no hallase o razón o autoridad para probar y corroborar la justicia de aquestas indianas gentes, y para condenación de las injusticias que se les han hecho y males y daños.

Finalmente, se determinó de predicallo, y porque teniendo él los indios que tenía, tenía luego la reprobación de sus sermones en la mano, acordó, para libremente condenar los repartimientos o encomiendas como injustas y tiránicas, dejar luego los indios y renunciarlos en manos del gobernador Diego Velázquez, no porque no estaban mejor en su poder, porque él los trataba con más piedad que otro y lo hiciera con mayor desde allí adelante, y sabía que dejándolos él los habían de dar a quien los había de oprimir y fatigar hasta matalles, como al cabo los mataron, pero porque, aunque les hiciera todo el buen tratamiento que padre pudiera hacer a hijos, como él predicara no poderse tener con buena conciencia, nunca le faltaran calunias diciendo: «Al fin, tiene indios; ¿por qué no los deja, pues afirma ser tiránico?», acordó totalmente dejallos.

Y para que del todo esto mejor se entienda, es bien aquí reducir a la memoria la compañía y estrecha amistad que tuvo este padre con un Pedro de Rentería, hombre prudente y muy buen cristiano, de quien arriba en el capítulo 32 hobimos algo tocado. Y como fuesen no sólo amigos, pero compañeros en la hacienda y tuviesen ambos sus repartimientos de indios juntos, acordaron entre sí que fuese Pedro de la Rentería a la isla de Jamaica, donde tenía un hermano, para traer puercas para criar y maíz para sembrar, y otras cosas que en la de Cuba no había, como quedase del todo gastada, como queda aclarado; y para este viaje fletaron una carabela del rey en dos mil castellanos. Pues como estuviese ausente Pedro de la Rentería y el padre clérigo determinase dejar los indios y predicar lo que sentía ser obligado, para desengañar los que en tan profundas tinieblas de ignorancia estaban, fue un día al gobernador Diego Velázquez y díjole lo que sentía de su propio estado y del mismo que gobernaba y de los demás, afirmando que en él no se podían salvar, y que, por salir del peligro y hacer lo que debía a su oficio entendía en predicarlo; por tanto, determinaba renunciar en él los indios y no tenellos a su cargo más; por eso, que los tuviese por vacuos y hiciese dellos a su voluntad; pero que le pedía por merced que aquello fuese secreto y que no los diese a otro hasta que Rentería volviese de la isla de Jamaica donde estaba, porque la hacienda y los indios, que ambos indivisamente tenían, padecerían detrimento si antes que viniese, alguno a quien diese los indios del dicho padre en ella y en ellos entraba.

El gobernador, de oírle cosa tan nueva y como monstruosa, lo uno porque siendo clérigo y en las cosas del mundo como los otros azolvado, fuese de la opinión de los frailes dominicos, que aquello habían primero intentado, y que se atreviese a publicallo; lo otro, que tanta justificación y menosprecio de hacienda temporal en él hobiese, que teniendo tan grande aparejo como tenía para ser rico en breve, lo renunciase, mayormente que comenzaba a tener fama de cudicioso, por verle ser diligente cerca de las haciendas y de las minas, y por otras semejantes señales, quedó en grande manera admirado, y díjole, haciendo más cuenta de lo que al clérigo tocaba en la hacienda temporal, que al peligro en que él vivía mismo, como cabeza principal en la tiranía que contra los indios en aquella isla se perpetraba: «Mirad, padre, lo que hacéis, no os arrepintáis, porque por Dios que os querría ver rico y prosperado, y por tanto no admito la dejación que hacéis de los indios; y porque mejor lo consideréis, yo os doy quince días para bien pensarlo, después de los cuales me podéis tornar a hablar lo que determináredes». Respondió el padre clérigo: «Señor, yo recibo gran merced de desear mi prosperidad, con todos los demás comedimientos que vuestra merced me hace; pero haced, señor, cuenta que los quince días son pasados y plega a Dios que si yo me arrepintiere deste propósito que os he manifestado, y quisiere tener los indios y por el amor que me tenéis quisiéredes dejármelos o de nuevo dármelos, y me oyéredes, aunque llore lágrimas de sangre, Dios sea el que rigurosamente os castigue y no os perdone este pecado. Sólo suplico a vuestra merced que todo esto sea secreto y los indios no los deis a ninguno hasta que Rentería venga, porque su hacienda no reciba daño. Así se lo prometió y lo guardó, y desde adelante tuvo en mucha mayor reverencia al dicho clérigo y cerca de la gobernación, en lo que tocaba a los indios y aun a la del regimiento de su misma persona, hacía muchas cosas buenas, por el crédito que cobró dél como si le hobiera visto hacer milagros; y todos los demás de la isla comenzaron a tener otro nuevo conceto del que tenían de antes, desque supieron que había dejado los indios, lo que por entonces y siempre ha sido estimado por el sumo argumento que de santidad podría mostrarse; tanta era y es la ceguedad de los que han venido a estas partes.

Publicose aqueste secreto de esta manera: que predicando el dicho clérigo, día de la Asunción de Nuestra Señora, en aquel lugar donde se dijo que estaba, y tratando de la vida contemplativa y activa, que es la materia del Evangelio de aquel día, tocando en las obras de caridad, espirituales y temporales, fuele necesario mostrarles la obligación que tenían a las cumplir y ejercitar en aquellas gentes, de quien tan cruelmente se servían, y reprender la omisión, descuido y olvido en que vivían dellas, por lo cual le vino al propósito descubrir el concierto secreto que con el gobernador puesto tenía, y dijo: «Señor, yo os doy licencia que digáis a todos los que quisierdes cuanto en secreto concertado habíamos, y yo la tomo para a los presentes decirlo». Dicho esto, comenzó a declararles su ceguedad, injusticias y tiranías y crueldades que cometían en aquellas gentes inocentes y mansísimas; cómo no podían salvarse teniéndolos repartidos ellos y quien se los repartía, la obligación a restitución en que estaban ligados, y que él, por conocer el peligro en que vivía, había dejado los indios, y otras muchas cosas que a la materia concernían. Quedaron todos admirados y aun espantados de lo que les dijo, y algunos compungidos y otros como si lo soñaran, oyendo cosas tan nuevas como era decir que sin pecado no podían tener los indios en su servicio; como si dijera que de las bestias del campo no podían servirse: no lo creían.

Capítulo LXXX

Que trata de lo que acordaron Bartolomé de las Casas y Pedro de la Rentería para ir a Castilla, y de la llegada de cuatro religiosos de la orden de Santo Domingo a la isla de Cuba, y de algunas predicaciones que hicieron y de la ida de Pánfilo de Narváez a Castilla

Esto predicado aquel día y después muchas veces repetido en otros sermones, cuando dello hablar ocasión se le ofrecía, viendo que aquella isla llevaba el camino que llevó esta Española para ser en breve destruida, y que maldad tan tiránica y de tantas gentes vastativa95 no podía extirparse sino dando noticia al rey, deliberó, comoquiera que pudiese, aunque no tenía un solo maravedí, ni de dónde habello, sino de una yegua que tenía que podía valer hasta cien pesos de oro, ir a Castilla y hacer relación al rey de lo que pasaba, y pedirle con instancia el remedio para obviar a tantos males. Asentado en este propósito, escribió a Pedro de la Rentería, su verdadero amigo y compañero de las haciendas, que estaba, según se dijo, en Jamaica, cómo él tenía determinado de ir a Castilla por cierto negocio de grande importancia, el cual era tal que le constreñía en tanto grado, que si no se daba prisa en su venida, sin esperallo se partiría, cosa no imaginable para el bueno de Rentería.

Y contaré aquí una cosa de consideración harto digna: ésta es que como Rentería fuese siervo de Dios y de las calamidades de aquestas gentes muy compasivo, no dejaba de pensar algunas veces en ellas y de los remedios que podrían venirles; el cual, estando toda una cuaresma en un monesterio de San Francisco que a la sazón había en aquella isla, en tanto que su despacho para la de Cuba se concluía, y su ocupación fuese darse a devoción, de la cual era él harto amigo, vínole al pensamiento la opresión de aquellas gentes y la triste vida que padecían, y que sería bien procurarles algún remedio del Rey, aunque no fuese a todos, al menos a los niños (porque sacallos a todos del poder de los españoles juzgábalo ser imposible), de donde vino a dar en que se debía de pedir al Rey poder y autoridad para hacer ciertos colegios y allí recoger los niños todos y doctrinarlos, los cuales al menos se librarían de aquella perdición y mortandad y se salvarían los que Dios tuviese para sí determinados. Con este propósito y a este fin determinó de, volviendo a la isla de Cuba, pasar a Castilla y pedir la dicha facultad al rey; por manera que ambos a dos compañeros, el clérigo y el buen Rentería, que cierto era bueno, tuvieron cuasi en un tiempo un motivo de compasión de aquestas gentes y se determinaron de ir a Castilla a procuralles remedio de sus calamidades con el Rey, sin que el uno supiese del otro, antes distando doscientas leguas el uno del otro. Recebida, pues, la carta del padre Casas, Rentería diose cuanta prisa pudo a se partir de la isla de Jamaica a la de Cuba, el cual, llegando una legua o dos del puerto donde acaeció estar el gobernador y el padre clérigo con la demás gente, como vieren venir la carabela, fue luego el clérigo en una canoa a recebir a su Rentería, y subido en la carabela y abrazados, como personas que bien se querían, dijo Rentería: «¿Qué fue lo que me escribistes de ir a Castilla? No habéis de ir vos, sino yo, a Castilla, porque a lo que yo he determinado de ir es cosa que desque yo os la diga holgaréis que yo tome aquel camino». Dijo el clérigo: «Ahora bien, vamos a tierra y desque yo os descubra cuál es el fin por que deliberé ir a Castilla, yo sé que vos ternéis por bien de no ir, sino que yo vaya». Idos a tierra y recebido Rentería del gobernador y de todos visitado con mucho placer, porque de todos era muy amado, llegada la noche, quedando solos, acordaron de descubrirse la causa que cada uno pretendía de su jornada, y, con una amigable contienda sobre quién diría primero, concedió Rentería, como era muy humilde, descubrir su intento y el fin dél antes. «Yo, dijo él, he pensado algunas veces en las miserias y angustias y mala vida que estas gentes pasan, y cómo todos cada día, como en la Española, se consumen y acaban; hame parecido que sería piedad ir a hacer relación al Rey dello, porque no debe saber nada, y pedille que al menos nos diese licencia para hacer algunos colegios donde los niños se criasen y enseñasen y de tan violenta y vehemente muerte los escapásemos». Oído por el padre clérigo su motivo y causa, quedó admirado y dio gracias a Dios, pareciéndole que debía ser su propósito de ir a procurar el remedio destas gentes divinalmente ordenado, pues por un tan buen hombre como Rentería era, sin saber dél, antes, como se dijo, estando muy apartados, se le confirmaba. El cual le respondió: «Pues sabed, señor y hermano, que no es otro mi propósito sino ir a buscar el total remedio destos desventurados, que así los vemos perecer, no advirtiendo su perdición y nuestra condenación, insensibles hechos como hombres ciegos e inhumanos; porque sabed que ye he mirado mucho y estudiado esta materia desde tal día, que estaba para predicar en tal parte, y hallé que ni el Rey ni otro poder que haya en la tierra puede justificar en estas Indias nuestra tiránica entrada, ni estos repartimientos infernales donde les matamos y asolamos estas tierras, como parece en la isla Española y en la de San Juan y Jamaica y todas las de los Yucayos, y para esto, allende que los mismos efectos que de nuestras obras han salido y cada día salen, condenan nuestra tiranía y maldad, pues a tantas gentes inocentes habemos echado en los infiernos sin fe y sin sacramentos con tan grandes estragos, tengo esta razón y esta, y ved aquí esta y estas autoridades, y baste decir, en suma, que todo cuanto hacemos y habemos hecho es contra la intención de Jesucristo y contra la forma que de la caridad en su Evangelio nos dejó tan encargada; y a todo contradice, si bien lo miráis, toda la Escritura Sagrada; y sabed que lo he predicado, y esto y esto ha pasado y Diego Velázquez y muchos de los que me han oído están harto suspensos y compunctos96 algo, mayormente viendo que los indios he dejado, por donde juzgan que no me he movido en balde».

Lo cual como el bueno de Rentería oyese, fue lleno de todo gozo y alegría y admiración; y dio gracias a Dios porque le parecía que también su buen motivo y deseo abundante se le confirmaba; y dijo desta manera al padre: «Agora digo, padre, que no yo, sino vos, habéis de ir y conviene que vayáis a Castilla y representéis al Rey todos los males y perdición destas gentes que acá pasan, y pidáis el remedio necesario, pues vos sabréis mejor fundar lo que dijéredes, como letrado; y para ello tomad nuestra hacienda y de todo lo que yo en esta carabela traigo, y háganse dineros los que se pudieren haber y llevad con qué podáis estar en la corte todo el tiempo que fuere necesario para remediar estas gentes, y Dios, Nuestro Señor, sea el que siempre os encamine y mampare». Traía en la carabela muchos puercos y puercas y pan cazabí, de que había entonces, como arriba está dicho, en aquella isla gran necesidad, y de maíz y otras cosas que valían harto; de lo cual y de lo qué más tenían de presente se hicieron algunos dineros que llevó el padre en buena cantidad, con que pudo estar en la corte los años que abajo parecerá, puesto que, con mucho menos que después que sucedió la careza en aquellos reinos, podían los hombres en ellos pasar.

Habíanse descubierto unas minas ricas en la provincia Cubanacán, que está a la mar del Norte, que quiere decir en la mitad de Cuba, y porque eran ricas determinó Diego de Velázquez que las gozasen solos los del Consejo del Rey, como el obispo de Burgos y el secretario Conchillos y los demás, por cuya causa reservó todos los pueblos comarcanos de indios de aquellas minas para dárselos que les sacasen oro, y así de uno treinta y de otro cuarenta, según más propinco al Rey ser él entendía, donde al cabo todos perecieron. En este tiempo vinieron a aportar muchos caballeros a aquella isla, y donde Diego Velázquez estaba, del Darién, de los que había llevado Pedrarias, hambrientos y perdidos; y allí se les dio de comer, algunos de los cuales fueron después crudelísimos para los indios.

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